22.3.20

La contagión, 7


En la semana de pasión (y muerte) que se avecina no creo que a la gente le queden ganas de dedicarse al folclorismo de balcón, teniendo en cuenta que a unos metros, en un hospital pero también en un hangar sin paredes, el horror desautoriza la sonrisa. Estos días atrás ya me irritaba ese balconeo cantarín en la medida en que reflejaba una inconsciencia latente, la misma que les haría saltarse el confinamiento cuando quisieran encontrarse con su amor furtivo. Pero uno empieza siempre siendo comprensivo, e incluso me creía que hacer el ganso en la ventana era una forma de solidaridad, no sé si contra el virus o contra el aburrimiento.
Pero hubo un vídeo, a mitad de semana, que me pareció ya intolerable: un deportista de élite tumbadazo en un sillón que daba consejos a sus fans para que no se aburrieran en casa. Lo había puesto en las redes pero los medios lo incluían en el lote solidario. Y el mensaje venía a decir algo así: «No os preocupéis, muchachos, ya sé que trabajáis todos los días y no sabríais qué hacer con vuestra vida. Pero yo paso la mayor parte del tiempo divirtiéndome y tocándome los huevos, así que os acompañaré a diario para que veáis cómo se hace». Como pasa con los mensajes cínicos dichos con ingenuidad, es preferible pensar que quien los emite, sencillamente, no se entera de nada. Pero cómo podían retransmitir los periódicos una imagen tan obscena, en un país —en una cultura— que nunca creyó del todo en aquello de my house is my castle. La cosa no ha hecho más que crecer, y ahora me repele ver en una pantalla pabellones para heridos de guerra y en la siguiente un imbécil fumándose un puro en el jacuzzi, presumiendo de gimnasio, o de copas solidarias con sus amigotes.
Me gusta constatar más que juzgar, y me sorprendo hablando con criterios de moral, de guardar las formas. Quizás es la moral de guerra, cuando cualquier frivolidad estaba muy mal vista por respeto a los que sufren. También en tiempos de antivirus me estomaga el exhibicionismo vulgar, aunque entonces lo tomo como constatación de cómo la gente se rige por modelos que no forman parte de la vida real. Ahora me indigna. La guerra, como dijo Píndaro, es dulce para quienes no la han probado, sobre todo si se sienten seguros de que no la probarán.

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