26.3.20

La contagión, 11


Han pasado días suficientes para que todo se haya disuelto en la costumbre y el silencio vuelva a reinar en nuestras vidas, mientras afuera siguen muriendo a mansalva. La angustia de no salir de casa (una cosa rara que, según los psicólogos, sufre casi todo el mundo) dura lo que un catarro. A estas alturas el marco de la ventana ya no es símbolo de nada y hemos dejado de mirar durante horas la grieta del techo. Ya no somos capaces de vernos desde fuera, en nuestra circunstancia dramática, en medio de una peste medieval, y los días se van fundiendo en manchas como el paisaje visto desde la cola de un tren imparable. Llevamos diez días pero podríamos llevar un mes, o un año. Ha pasado el tiempo de las obligaciones morales, escuchar la radio, saberse el número de víctimas, estar atento a los pequeños detalles de la catástrofe, tareas que también hemos encajado en el horario y a las ocho de la tarde salimos al balcón a cumplir con ellas, y después volvemos a nuestra rutina.
Siempre he dicho que el presunto sacrificio de los monjes de clausura estaba muy sobrevalorado. Vivir pensando en un mundo que no ves requiere un cierto esfuerzo, sobre todo si sabes que lo único que tienes que hacer ya lo estás haciendo, no salir de casa, refugiarte en tu ermita de Santa María Novella. Los jóvenes florentinos sustituían esa realidad amarga e invisible de los ancianos por fantasías picantes. Ahora, muchos la sustituyen por una realidad más inmediata, estable, silenciosa, de muebles baratos y prendas colgadas de una percha, y al mismo tiempo que racionamos ya un poco la información nos dejamos llevar por nuestros nuevos horarios hasta que parezcan los de siempre, y en la comodidad reconquistada no se eche de menos esa otra ficción marciana que vemos cuando salimos de casa. Los monjes ya no se acuerdan de cuándo no eran capaces de quitarse de la cabeza el mundo que habían abandonado y que sigue latiendo lejos de ellos. Solo de pensar en el bombardeo de situaciones mínimas comprometedoras en que solía consistir un día cualquiera, deben de tener tan pocas ganas que hasta se sienten culpables de estar a salvo y se ponen a rezar. Pienso en los ciudadanos que viven solos y sin perro. Es posible que incluso se exijan recordar que la situación es tremenda, no vayan a acostumbrarse demasiado.

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