14.4.20

La contagión, 30


Esta mañana me he comido un bocadillo de sepia. Desde que empezó el confinamiento, es la primera actividad exterior que hago. Buenos días, buenos días, un bocadillo de sepia, ¿con mayonesa o con ajo?, con ajo, por favor, ¿de beber?, un clarete con gaseosa, marchando, gracias. ¡Uno de sepiaaa! La barra metálica en el bar de trabajadores, que a las diez de la mañana tienen su momento de gloria, encorvados sobre media barra de pan de la que sobresalen los pimientos y las longanizas, el bullicio sordo de quienes comentan pormenores de la jornada con la boca llena, los golpes de la cazoleta de café sobre el cajón de los posos, el tintineo de las cucharillas, la botella de Terry. Tres o cuatro veces al año me dejo caer por uno de esos bares. Ojeo el periódico abollado, con manchurrones de aceite, noticias insulsas cotidianas que avanzan a ritmo de festividad: hoy es el Sermón de las Tortillas, algún articulista recuerda parajes clásicos de la celebración campestre, el Ayuntamiento publica un bando para que se tenga cuidado con las fogatas y después de la merienda junto al río se recojan los desperdicios. El bocadillo entra como un alimento de siglos, antiguos momentos de alegría y fiestas patronales. 
Esta vez me lo como solo, en la cocina, para ponerme en situación. Ayer muchos trabajadores empezaron su jornada llena de prohibiciones, nada de salir juntos a echar un cigarro, nada de acercarse a preguntar algo en voz baja, y por supuesto nada de amontonarse en el bar a la hora del almuerzo. Volverán los tristes bocadillos de pan reblandecido, las fábricas se llenarán de fiambreras, se instalará esa imagen europea del trabajador sentado en un banco, comiéndose un sandwich a solas. La vida son pequeños detalles que apuntalan grandes asuntos. La última vez que hubo albañiles en casa, me llamaba la atención el automatismo silencioso de las dos primeras horas, hasta que plegaban y se iban a almorzar. Luego volvían como más de acuerdo con el mundo, con la inercia de charlar, de reírse o cabrearse, de arreglar el país mientras echan el cemento. Y me gustaban esas conversaciones proverbiales cuando a eso de la una les sacaba una lata de cerveza. Ahora las latas solo se abren en casa, como en los cuentos de Raymond Carver. El bocadillo estaba bueno, pero le faltaba el regusto a fritanga, esa pizca insalubre que hace llevaderos los trabajos y los días.

3 comentarios:

  1. Jesús Villel4:37 p. m.

    ¡Enhorabuena, Antonio! Cada vez estoy más convencido de que sabes mirar de otra manera, ver lo que los demás no vemos y decirlo como a los demás nos gustaría. Mis respetos, compañero.

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    1. Qué buen regalo, Jesús. Casi da apuro llenarse de satisfacción en momentos como este. Te lo agradezco mucho, maese Teófilo. Un abrazo.

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