25.4.21

Esos calcetines


De jovenzano, Francisco Umbral fue con un amigo a entrevistar a Jorge Guillén, que estaba de paso por Valladolid. Su retrato no tiene desperdicio: 


Guillén, por arriba, estaba como un poco americanizado con una dentadura alarmantemente perfecta y unas gafas de prestamista de Wall Street. Tenía la cabeza pequeña en relación a su buena estatura, esa cabeza de oficio que ya le viera Aleixandre. Guillén, por abajo, mostraba unos calcetines flojos, caídos y marrones que a mí me espantaron, y que no podía comprender en el creador de la belleza pura y absoluta, en el poeta instalado en la plenitud del mediodía.


Sí, sí, «todo en el aire es pájaro» y por ahí. Pero esos calcetines… Algo así me pasa a mí con Luis Landero, en unos libros más que en otros. Uno disfruta de su repujada prosa, como si estuviera escuchando a un señor interesante y viajado, pero hay un tufillo que poco a poco se apodera de la reunión. Un dandy puede vestir como quiera pero debe cuidarse de que la corbata y los calcetines vayan a juego y sean de primera calidad. Landero es ese señor apuesto que de pronto cruza una pierna y se le ven los calcetines de espumeta gris, y ya deduce uno de dónde viene el tufillo. En la prosa de Landero, ese tufo son los rastros empalagosos del garciamarquismo, las frases terminadas en or, la manía de que cualquier nonada sea un prodigio, y cualquier mindundi un héroe con poderes mágicos, y cualquier picor cotidiano una desconcierto inevitable. Cuando publicó su segundo libro, Caballeros de fortuna, la gente se lo dijo: esto suena a la cantilena empalagosa de García Márquez. Él se refugió en Cervantes y escribió muchos y muy trabajados libros, pero ahora, según él mismo cuenta, se ha dejado llevar, sin partituras ni planificaciones, a lo que salga de la memoria, si es que, como él mismo reconoce, queda algo por salir. Y es posible que este dejarse llevar le haya devuelto el sonsonete de GGM, que mezclado con palabras intolerables (la rebusca, el moño, etc.) y poesía de circunstancias da una cosa que si no es cursi a veces le falta poco. Vemos a Landero encogido sobre la libreta de hule, laborando primorosamente, asomándole por un lado de la boca la punta de la lengua, en largas frases que son redobles de las primeras palabras, o que se curvan por mor de la concinnitas y uno espera con paciencia a que llegue la sílaba -or, que es cuando el ebanista limpia las virutas del papel y se levanta a tomar una manzanilla. La intensidad no es una sucesión de empalmes a lo Miranda Podadera, sino un brote incesante, un burbujeante manantial de palabras frescas. ¡Ay si Umbral hubiera sabido idear un argumento con la parsimonia con que se los piensa Landero! ¡Ay si Landero hubiera tenido esa impetuosidad, esa corriente de belleza viva, sin necesidad de detenerse tantas veces a consultar el diccionario!

Me lo decía, de otro modo, Félix Romeo, principios de los 90, tomando una cerveza en el VIP’s de Velázquez, que era la taberna más cercana de la Residencia de Estudiantes. Romeo iba entonces disfrazado de Verlaine, (aunque solo hablaba de Rimbaud), con su media melenita lacia, y lo habían metido en la habitación de Lorca a que escribiese un libro de poemas. «No escribo nada porque no tengo ordenador», me dijo, y a Landero, cuya primera novela había ganado todos los premios, lo despachó con un «escritor mesetario» que es a la geografía literaria lo que los calcetines de Guillén a su indumentaria poética.

Landero, tres décadas después, es uno de nuestros más prestigiosos novelistas, amén de redentor de profesores letraheridos, y los jóvenes de entonces estamos donde estábamos. Y Romeo ya ni está. Pero al leer su anterior entrega de memorias, Un balcón en invierno, quizá porque seguía más de cerca un tiempo primordial, el de su juventud, no tuve esta sensación de que muchas páginas están, más que escritas, decoradas, alargadas con hilos de oro y telas adamascadas del baúl de la abuela. Landero va y viene, de su niñez rural y mitológica (¡cómo le habría gustado escribir Las ratas, y qué bien lo habría hecho!) a sus años de profesor, sus primeros trabajillos o la modorra de no saber qué escribir esa mañana. Me gustan, al principio del libro, sus reflexiones sobre la pérdida de la memoria lectora, la disipación del gozo de haber leído, los bajones de autoestima y el triste gotear de la cisterna. A veces intenta ser gracioso con personajes más ridículos que extravagantes, como el vecino gordo que levitaba, otro agujero de los calcetines, la dignificación de lo esperpéntico, que daba ya desde el principio, a mi juicio, resultados un poco revenidos. Aquí es especialmente brillante cuando habla de su pueblo, de la silla de enea, de los hombres y las mujeres de entonces, por repetitivo y demagógico que resulte, por onetiano y pardobazánico que se ponga, cuando se centra en el esfuerzo de la nitidez descriptiva, no de la memoria fantaseada. Cuando los personajes son reconocibles por las calles de la infancia, no por los tebeos. O cuando se centra en los recuerdos de sus lecturas, en especial las páginas que le dedica al Lazarillo y a su sabia y escueta manera de manejar la mímesis, o a Faulkner y una novela que también admiro, El villorrio, a propósito de lo que podríamos llamar el erotismo de la fertilidad, o a Stendhal y un escalofrío que reconozco en madame de Renal.

Después de volar tan alto con Lluvia fina, Landero se ha puesto a planear. Quizás, en algunos pasajes, ha bajado la guardia como en aquellos Caballeros de fortuna, y los umbralianos de turno nos tiramos a degüello. Si el partido se juega en el territorio de la autobiografía no premeditada, no hay por qué quejarse del público. La diferencia entre las prosas bonitas, las frases rematadas, las palabras peregrinas, y la prosa deslenguada y viva es, quizá, tan solo que no se nota la lentitud al escribirlas. Pero aquí, en ocasiones, Landero se engolfa un poco en la frase profunda y vacía, en las enumeraciones innecesarias, en las exageraciones cantarinas, en ese hablar mítico de que no somos nadie. El propio Landero dijo, hace muchos años, que lo que no le gustaba de Ortega era que se comportaba como un cazador que al llegar a casa deja caer un gancho lleno de perdices sobre la mesa y dice: ¡Hala, ahí tenéis la caza de hoy! Me he acordado porque a veces uno ha sentido que Landero terminaba la frase y decía: ¡Hala, ahí tenéis la frase de esta mañana! Quizá formara parte del empeño, el exhibir combinaciones que normalmente van cubiertas por su incuestionable solidez narrativa. Quizá solo fuera carnaza para umbralianos.


Luis Landero, El huerto de Emerson, Tusquets, 2021, 240 p.

2 comentarios:

  1. Vale,sį, pero hay algo que siempre te hace volver a Landero, que lo ha convertido en un autor que toca lo suficiente como para no dejar pasar de largo ninguno de sus nuevos libros.

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    1. De hecho, si hablo de este es porque no he dejado de leer ninguno.

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