17.1.24

Esclavos del son


La crítica contra los vejestorios que pretenden o se casan con jovencitas es tema recurrente en Cervantes: el rey Policarpo en el Persiles, el miserable cadí de La española inglesa, etc. El asunto se convirtió en tema de comedia (y llegó al neoclasicismo en versiones más bien descafeinadas), pero a Cervantes le gustaba la mezcla clásica con otro de sus temas predilectos, «la pestilencia de los celos», otro tema recurrente del Persiles.
En el caso de El celoso extremeño, Cervantes sigue una trama sin desparrames, sencilla y proporcionada, pero tiene el buen gusto de llegar a un final más sofisticado que el propio mensaje que aparenta transmitir. Carrizales es un pobre hombre que ha hecho fortuna en las Indias y es como esos indianos que cuando volvían a España les daba el tiempo justo a construir un palacio, verlo acabado y morirse. Lo pensaba no hace mucho en Asturias, viendo aquellas ruinas de casonas, levantadas en la vejez para una descendencia que nunca hubo, o que nunca estuvo bien avenida… En el caso de Carrizales, no le basta con un casón, él quiere un convento donde encerrar a la hermosa e inocente Leonora, quien «pensaba y creía que lo que ella pasaba pasaban todas las recién casadas», esto es, vivir rodeada de un aburrimiento suntuoso, en un rico aislamiento en el que no hay más alegría que las consejas de sus criadas. Carrizales construye una cárcel en la que meter el gineceo que contemple a su querida esposa, custodiado, ay, por un esclavo negro, Luis, quien tampoco puede salir del lóbrego vestíbulo, cerrado a cal y canto, como el gallinarius de las granjas romanas.

Eran muchos por entonces los esclavos negros, y ya Cervantes nos avisa de «la inclinación que los negros tienen a ser músicos», en este caso suficiente para que Loaysa, un señorito de la «gente baldía, atildada y meliflua», utilice una guitarra de palo y unas cuantas cancioncillas para doblegar la voluntad de Guiomar y dejarlo entrar en la casa. Igual que el Rodolfo de La fuerza de la sangre o el mismísimo don Juan Tenorio, el ocioso zángano va en busca de la dama nada más que por deporte, por la gracia de haberla conquistado. (Dicho sea de paso, no deja de ser curioso que los críticos tirsianos se hayan afanado en encontrar un primer borrador de El burlador de Sevilla —o de su antecedente Tan largo me lo fiáis— en fecha tan temprana como 1612, un año antes de la publicación de las Novelas ejemplares).

Toda la meticulosa construcción impenetrable de Carrizales se complementa con la no menos hábil perforación de sus cerraduras, sobre todo la de Luis, que llama sones a las canciones que le enseña el burlador, buen detalle de mímesis, y a quien la ganzúa le entra por el oído. Igual que Loaysa emplea cera para sacar la copia de la llave, Carrizales debió haberla empleado para taparle los oídos a su marchoso esclavo y ponerlo a salvo de los cantos de sirena. Tampoco faltan los guiños entre folklóricos y picarescos, como la llave que guarda el amo bajo la almohada, o el ungüento que las criadas consiguen que Leonora  le aplique a su viejo marido en las sienes y en las muñecas, para sumirlo en profundo sopor y montar ellas la juerga con el guitarrista.

Como siempre en Cervantes, todo es muy teatral, y más esta pieza, tan fácil de subir a las tablas. Todos cambian de ropa, todos fingen, todos actúan. El señorito Loaysa finge ser un mendigo que se gana unas megajas con una guitarra vieja, hasta que logra entrar en la fortaleza y reaparece como el verdadero seductor. Las criadas lo ven, como las monjas, a través del torno, y se admiran de su nueva presencia, porque


ya no estaba en hábitos de pobre, sino con unos calzones grandes de tafetán leonado, anchos a la marineresca, un jubón de lo mismo con trencillas de oro y una montera de raso de la misma color, con cuello almidonado grandes puntas y encaje, que de todo vino proveído en las alforjas, imaginando que se había de ver en ocasión que le conviniese mudar de traje.


Como es de rigor, el músico se confabula con una vieja, que es la que se ocupa de convencer a Leonora de que acuda a donde está tocando el guitarrista, mientras su marido duerme, porque «los abrazos del amante mozo» le darán más gusto «que los del marido viejo, asegurándole el secreto y la duración del deleite»… 

Todo es rápido y divertido, hasta el momento en que el viejo despierta y descubre el pastel. Pero es entonces cuando Cervantes tiene preparada una llave maestra con la que abrir puertas hasta entonces bien cerradas. Era de esperar que el viejo se vengara, pero no; antes que eso, se da cuenta de que no pintaba nada con semejante moza, y que sus angustias y sus celos le han mermado la salud hasta que el último susto le ha dado la puntilla, razón por la que decide sancionar el matrimonio de Leonora con su pretendiente guitarrista. Y ahí se quedarían sus imitadores hasta el superventas Moratín, pero la llave aún tenía otra vuelta. Carrizales, además de celoso, es desconfiado, y su sensato comportamiento esconde el vicio de no fiarse de su esposa, que le ha guardado fidelidad más allá de que le llamase la atención la música o de que sus criadas la empujaran a escucharla. Como dice el estribillo de una copla que las dueñas cantan y celebran, «que si yo no me guardo, / no me guardaréis», y no solo estaban infundados los celos del viejo sino su desconfianza odiosa. Difícil era pensar otra cosa viéndolos a los dos allí abrazados, claro, pero quizá el amor sea eso, un confiar a pesar de todo, y Leonora no solo no quiere casarse con su pretendiente sino que decide ejercer de viuda, dejarse de músicas y meterse en un convento, y no tanto por pena, piensa uno, cuanto por ser fiel a su propia libertad.


Miguel de Cervantes, El celoso extremeño, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, Galaxia Gutenberg, 2005, pp. 325-369.

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