10.1.24

La heroína secundaria


Las novelas bizantinas eran un cañamazo en el que el argumento importaba menos que sus partes, sobre todo a Cervantes. Era de rigor que los amantes fueran separados, que el héroe creyera que la heroína estaba muerta o que ella lo librase a él de morir en la horca, que hubiera desembarcos en islas misteriosas o batallas navales, tretas, reencuentros, cautiverios y, como gran tributo clásico, tormentas en el mar. Pero antes y ahora este cañamazo se podía rellenar con tópicos de macramé o bordar con hilo de oro. También hoy todas las noveluchas sentimentales o de policías y ladrones tienen la misma trama, pero depende de su autor que aun siendo perfectamente olvidables consigan hacerle pasar al lector un rato entretenido. En el caso de Cervantes, los bordados, además de una prosa siempre exquisita, tenían más que ver con su empeño de hacer real lo inverosímil, de situar las aventuras fantásticas en luegares conocidos, y decorar los personajes exóticos con detalles de primera mano. Y no solo eso: del combustible manido de la novela bizantina Cervantes trataba de exprimir el jugo de la evolución psicológica del personaje, y meter en la consabida trama elementos teatrales que le dan al relato una viveza que de otro modo resultaría, como dicen por estos pagos, demasiado cansativa.
     En el caso de El amante liberal, sigue llamando la atención su conocimiento de los lugares, sobre todo de Argel, que pisó bien pisado, y de las circunstancias y procedimientos legales turquescos, aparte de un mundo que en tiempos no tan remotos encontraríamos en lugares como Tánger, y que en la novela cervantina sucede en el oriente mediterráneo, ese «cosmopolitismo» del que habló Azorín y que hace de la novela un tapiz de lo más colorido. Sin embargo, por mucho que se detecten parecidos entre El amante liberal y Los baños de Argel o la historia del capitán cautivo que se nos cuenta en el Quijote, a mí lo más interesante me sigue resultando el elemento teatral, el fingimiento como motor de la ficción, tanto en la trama general como en los episodios particulares. Ricardo consigue casarse con Leonisa a fuer de celoso y, sobre todo, falsamente generoso. Una mujer algo más exigente, oído el jabonoso y poco creíble discurso del final, en el que un Ricardo lastimero anima, en principio, a que Leonisa se case con el tonto de Cornelio, quizá lo habría puesto en más apuros, los suficiente para que Ricardo fuera un poco menos retórico y un poco más sincero. Poco tenía que dudar Leonisa, ciertamente, con ese fifiriche de Cornelio, medroso y relamido, ante cuya imagen galante a Ricardo lo abrasan los celos. 

Todas sus idas y venidas, sus separaciones, naufragios y salvamentos in extremis son bastante previsibles, pero entre ellas surgen personajes secundarios que traen a la novela sus, a mi juicio, mejores páginas. Es el caso del cadí y de su esposa Halima. El astuto cadí maniobra para hurtar a Leonisa, primero, de sus ostentosos pretenidientes, y luego del Gran Señor que la pretende, y para ello urde una treta que se le vuelve en contra. Después de decirle a su mujer que no lo acompañe en el viaje en el que llevará a Leonisa al Gran Señor, de pronto decide que lo haga, que vaya con ellos, de manera que pueda matar a Halima y decir que ha muerto Leonisa, tirar a su esposa al mar y largarse con la hermosa dama. Cervantes no es demasiado amigo de estas tramas truculentas, a no ser que las compense con otras más divertidas. En este caso, es Halima, su esposa, la que se las arregla para tener tratos con Ricardo, en un tono que no esconde que sus intenciones son más carnales que sentimentales, de manera que la novela se convierte en una comedia de puertas, el uno acechando a la otra, la otra esperando al uno, los unos persiguiendo y los otros escurriéndose. Y no deja de haber cierta ironía en la presencia ejemplar y un tanto sosa de Leonisa y la más pícara y, esa sí, liberal de Halima. 

De hecho la cuestión es a quién aplicamos la palabra liberal. En principio, según el título, es a Ricardo, que acepta, loco de celos, que Leonisa no haya de ser para ella, pero es evidente que cuando al final cede al bobo de Cornelio sus opciones de casamiento lo hace sin creer en ello, con esa hipocresía galante que es de todo menos ejemplar, y cuando finge echarse atrás y que sea Leonisa la que se gobierne a sí misma, nos da la impresión de que la otra está esperando a que su amado deje de hacer el paripé. El caso de Halima, en cambio, es más sano y divertido, es justo ponerle los cuernos al cadí, que la quiere matar, y convertirse a la religión que sea menester para salvar el pellejo. Veo en la secundaria Halima la verdadera protagonista de una historia que sin ella tendría el acartonamiento de la tópica novela sentimental. La crítica, en cambio, ha visto en estos líos amatorios otra forma de ejemplaridad, algo así como la burla de la «torpe sensualidad» de los infieles, en un contexto de descripciones meramente topográficas y contenidos meramente bizantinos. Pero uno a veces tiene la sensación de que lo que llamamos ironía cervantina radica también ahí, en lo aparentemente satírico pero en el fondo muy serio, en este caso la diferencia entre conceder la libertad sentimental a Leonisa o tomársela por su porpia mano, algo tan natural como sentirse atraída por un buen mozo, que es el caso de Halima. Son como entrelineados, bromas de apariencia mojigata y sustancia verdaderamente liberal. Lo demás, aparte de maravillosamente escrito, como es de rigor, se acartona en una afición a los bizantinismos que Cervantes repite en estas novelas ejemplares y que le llevará tan lejos como al Persiles. Lo que se queda en medio, lo que apenas parece importar, es lo que sigue resultándonos lo más gratificante y divertido.


Miguel de Cervantes, El amante liberal, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, Galaxia Gutemberg, 2005, pp. 109-159

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