12.1.24

Lázaros entre Guzmanes


Varias de las Novelas ejemplares dan la sensación de ser proyectos de más largo alcance que se quedaron en arranque o en boceto. En La española inglesa, por ejemplo, vemos ya un primer esbozo de lo que acabaría siendo el Persiles, y en Rinconete y Cortadillo una novela que tenía más largo aliento pero de la que Cervantes parece haberse cansado, y esa condición de principio interrumpido le da un aire de modernidad que la distingue. Si leyendo La gitanilla me vino a la memoria el discurso del pastor en El Jarama, leyendo Rinconete y Cortadillo me he acordado del intento de Ferlosio —según él, fallido— de novela panorámica, es decir, una narración no atada a la anécdota general, al argumento cerrado, sino llevando al extremo lo que Stendhal describiera como «un espejo a lo largo del camino», una serie de ambientes y episodios, ninguno con entidad suficiente para ser su argumento, pero todos con la importancia necesaria para formar parte del sentido general. Rinconete y Cortadillo es un friso del hampa sevillana de finales del XVI, y no termina cuando los héroes llegan a ningún puerto, o se convencen de algo, o escapan de la muerte, sino cuando piensan que no les conviene seguir a las órdenes de Monipodio pero aún siguen unos pocos meses y les ocurren unas cuantas aventuras de las que el autor no nos da cuenta. Termina cuando a Cervantes da la sensación de que no le apetece seguir el trabajoso procedimiento de recrear el habla de germanía y el modo de vida de los delincuentes, o cuando se da cuenta de que lo hecho hasta entonces es más que suficiente. Es decir, se convence de que no le hace falta un argumento, esa obligación que cierra, a veces un tanto forzadamente, buena parte de las Novelas ejemplares, y de las novelas en general, cervantinas o no.

Leo por ahí que esto de que Rinconete y Cortadillo es el principio de una novela larga que no quiso seguir Cervantes lo dijo en su día Riley, cuya Teoría de la novela en Cervantes leí muy subrayadamente allá por el 85. Y sí, es posible que el ensayo picaresco de Cervantes no fuera más allá, y uno conjetura que acaso fuera porque la narración llevaba mucha especia de germanía, mucho voquible barriobajero con el que ir componiendo un friso que a los cervantistas del XIX les parecía, lógicamente, naturalismo puro. Entre las razones de por qué lo dejó, los eruditos coinciden en que Cervantes no era escritor muy a propósito de los fundamentos picarescos, esto es, el pesimismo cínico y el punto de vista unívoco, y aún agregaría yo el retorcimiento estilístico al que se presta este dar voz al mundo del arroyo. Cervantes es alegre, incluso en una novela como esta, donde las barbaridades que se cuentan parecen propias de entremés jocoso, sea la mala vida que el Repolido le da a la Cariharta, las pítimas de la vieja Pipota, la pendencia con Chiquiznaque y Maniferro, que se ríen del chulángano del Repolido hasta que Monipodio los pone firmes a todos, o la historia de la cuchillada de encargo que se dio a un criado en vez de a su señor, que es a quien iba dirigida, y que da pie a que Monipodio exija del cliente el dinero comprometido. En manos de otro autor que no fuera Cervantes, esa disquisición sobre si vale más una cuchillada de catorce puntos de sutura en la cara del mozo que de siete en la de su señor habría soltado un tufo demasiado acre. El mismo Monipodio, «un hombre bárbaro, rústico y desalmado», según Rinconete, que no sabe leer pero lleva bien anotada una «Memoria de las cuchilladas que se han de dar esta semana», y que manda entre los maleantes del lugar con palabras que quisieran ser, a su modo, refinadas, resulta un personaje de teatro más gracioso que siniestro, nada de los sujetos repulsivos que suele aparecer en este género de novelas.

Tengo para mí que lo que se propuso Cervantes fue, en un ambiente de entremés ligero y con voluntad de precisión realista y, sobre todo, léxica, oponer el modelo clásico de Lázaro al entonces tan famoso de Guzmán. El de Tormes es como Rincón y Cortado, y la basca de Monipodio como el de Alfarache. Por los muchachos sentimos la simpatía que se le tiene al ladronzuelo. Al propio Lázaro también el escudero le da lástima, y por debajo de sus harapos vemos un zagal con sentimientos. Rincón y Cortado son leales el uno con el otro, avispados y tan poco manirrotos que cuando roban dos camisas de buena tela, en vez de ponérselas y tirar sus zarrios, las venden para seguir comiendo. Cuando Rinconete le roba la bolsa al sacristán y Cortado remata la faena distrayéndolo con «bernardinas» para robarle un pañuelo, nos consuela una cierta justicia poética, sobre todo cuando luego vemos al alguacil pedirle a Monipodio que le encuentre la bolsa al sacristán y los muchachos se coscan de los manejos que se traen los unos con los otros. La turba de Monipodio, en cambio, nos inspira la repugnancia de lo que no tiene remedio. Todos presumen de lo que no tienen, o delatan a sus compañeros, o los ofenden por mera diversión, y ninguno parece tener el orgullo suficiente para no estar en manos de un mafioso como Monipodio: todo lo que tienen de crueles, también lo tienen de cobardes.

Sin embargo, y al contrario que Mateo Alemán, Cervantes no pierde el tiempo, salvo muy poco al final, cuando Rincón piensa que habrá que largarse de allí, en soltarnos discursos moralizantes. No hacen falta: la simpatía que transmiten unos nace de su inocencia radical, de ser buenas personas en un mundo desalmado, y la antipatía que producen otros viene de que ni aun sin ser delincuentes habrían conseguido ser buenas personas. Ese es todo el determinismo con el que Cervantes transige, el que vale para el patio de Monipodio y para el de cualquier casa de vecinos.


Miguel de Cervantes, Rinconete y Cortadillo, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, Galaxia Gutemberg, 2005, pp. 161-215

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