27.1.24

Pretérito anterior


En una Barcelona llena de turistas borrachos, sudorosos y medio desnudos que contemplan los palacetes de aquellos catalanes descendientes de negreros que amasaron grandes fortunas, y a lo largo de una costa llena de yates de millonarios rusos y putiferios llenos de muchachas incautas e indefensas a los que las autoridades no dan mayor importancia, Mendoza hilvana un trencadís de historietas sobre un fondo argumental tan triste como bienintencionado. Es la primera de las sorpresas que aguardan al lector en Tres enigmas para la Organización, que el ya clásico esquema del detective sin nombre salido del psiquiátrico, (aquí un nuevo expresidiario, con exmujer e hijo) y el atontado comisario Flores se multiplica en un jefe igual de atontado pero en más de media docena de detectives, hombres y mujeres, más ingenuos que descerebrados, más simpáticos que desastrosos. Como en los tiempos de aquellas novelas breves, sobre todo de El laberinto de las aceitunas («¿Tú crees que los hombres pueden cambiar?». «No tengo ni idea»), la trama es más confusa que complicada, apenas un hilo del que tender escenas que retratan a los distintos detectives: el jorobado hecho a sí mismo, el oficinista deprimido, la secretaria enamoradiza, la solterona con ancianos a su cargo, el descendiente de mafiosos japoneses, el marido pusilánime o el taxista entusiasta, todos víctimas transparentes de esa orfandad social que sin embargo teje amistades más firmes que la arrogancia del poderío, y jalonados por madres ancianas o esposas protectoras que nos divierten con su desacomplejado estar de vuelta de todo. Pero incluso los malos son aquí buenas personas, náufragos arrojados a la playa de Palamós, uno para fallar en una prueba con el Barça, otra para emplear su licenciatura en matemáticas en un burdel de clientes añosos y melancólicos… Los personajes de la novela son como vecinos de una barriada pobre, todos con sus miserias decentes, que sobreviven en un presente tan reconocible como despiadado. Hasta las escenas más disparatadas invitan a la ternura (esa aparición del Santo Padre…), porque no están protagonizadas por locos sino por gente desesperada que utiliza un ingenio de segunda mano, sin más afán que llegar a fin de mes con los cuatro cachivaches que tiene a su alcance.
Aquellas novelas, aparte de desmadradas, solían tener un final aún más salido de madre, algo que Mendoza tampoco abandonaba en sus novelas serias, ese acabar siempre como el rosario de la aurora. La gran sorpresa de esta novela es precisamente que su final es todo lo contrario, lleno de ternura y buenos sentimientos, emocionante incluso, como si el autor se hubiera encariñado con sus criaturas y les desease lo mejor. Unas cuantas páginas atrás imaginábamos que lo que hasta entonces era un caleidoscopio divertido iba a terminar en un auténtico despiporren, y no, su final es realista y solidario, incluso esperanzado, con esperanza de parroquia, de amigos en apuros, de un hueco por donde sacar la cabeza y respirar.

La novela se instala en un sistema narrativo que podría haber durado otras cuatrocientas páginas (de letraja para présbites, todo sea dicho) y uno las habría trasegado con el mismo placer, saltando de personaje en personaje y de ambiente lóbrego en ambiente lóbrego (sí, aquí también aparece el emblemático adjetivo, en la página 288), con un sentido del humor que, aparte del idioma mismo, nace de la constante colisión entre la imaginación de los tebeos y la cruda realidad. Mendoza es de los pocos escritores lo bastante versátiles como para manejar con la misma soltura el castellano de atestado judicial y el de diálogo de barrios bajos. Los personajes marginales y desasistidos emplean un lenguaje de registrador de la propiedad, pero siempre hablan con alguien que suelta algún ripio vulgar, y de esa colisión nace el humor. Cualquier escritor de columnas sabe (o debería saber) que no hay nada que mejor funcione que rematar un párrafo de lengua culta con una frase coloquial, o al revés, porque es eso lo que nos hace gracia, el contraste permanente. En este caso, el propio Mendoza ha dicho que quizá su humor se deba a ese lenguaje impostado, pero no creo que sea solo humor, al menos en mi caso, sino más bien el placer de un castellano tan poco frecuente, con esas asociaciones léxicas que nos remiten a lecturas infantiles o a sentencias judiciales, ese dominio absolutamente insuperable de la fraseología y de los términos específicos (nombres que requieren un verbo y no otro, etc.), que por sí mismo ya sería suficiente diversión, sobre todo en esos párrafos que parecen homenajes al Miranda Podadera: «Interrumpió la charla el virtuoso badulaque envuelto en una nube de humo proveniente del incensario, que agitaba con zarandeo de badajo…». Uno sonríe con ciertas escenas, claro, pero también con cada vez que el narrador usa el pretérito anterior, tan exacto, tan lozano, tan arrinconado por quienes viven solo en un pobre presente de indicativo…

Antes poníamos en clase El misterio de la cripta embrujada y las novelas de ese tenor. Aún se sigue poniendo, que yo sepa, el divertido Pomponio Flato, y después de tantos años sigue haciéndoles reír, aunque ya menos, Sin noticias de Gurb. Y desde luego no les pongas en un examen el pretérito anterior porque lo fallan todos. Recuerdo que Mendoza se quejaba de que una novelilla como Gurb fuera lectura obligatoria en la enseñanza secundaria, que es donde se mama el castellano brillante y sonoro que él aprendió en las bibliotecas. Pero ahora me temo que ya ni eso. Las nuevas generaciones tienden a perder el gusto por el dominio del lenguaje y a no reconocer la ironía. Qué digo, incluso me temo que muchos nuevos novelistas, tan planos y monótonos, con un lenguaje tan pobre y como sacado del traductor de Google, se las verían en cuentos para disfrutar de una página de esta nueva novela sin acudir a la app de la RAE. Y, si encuentran un pretérito anterior, abandonan la lectura.

Uno lleva años confiando en que la que está leyendo no sea la última novela de Mendoza. Él dice que su carrera está cerrada, y los propagandistas de su editorial, siempre marrando el tiro, dicen que «vuelve el mejor Mendoza». ¿Cuál es el mejor Mendoza, si la crítica pasó de largo de aquella obra maestra absoluta de la literatura contemporánea que fue Una comedia ligera? ¿Es el mejor el aparentemente más disparatado? ¿El otro, dueño de una inventiva tan desatada como extraordinaria, no es el mejor? En la librería donde compré Tres enigmas para la organización había rimeros de ejemplares, como si se la fuese a comprar media España, al menos esa parte del país que aún es capaz de disfrutar con un castellano tan sonoro, tan preciso, tan irónico y tan puro, cuente la historieta que cuente, qué más da. Se ha vuelto un poco sentimental nuestro querido don Eduardo. Cosas de la edad y la melancolía, supongo, pero también de quien sabe ver qué es lo que hay, qué es lo que está pasando ahí afuera. Salud y larga vida, maestro.


Eduardo Mendoza, Tres enigmas para la Organización, Seix Barral, 2024, 407 p.

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