11.3.24

Herradura

Cuaderno de invierno, 82


El primer apero fue una hoz, lo que aquí llamamos corbella, para despejar aquel herbazal de juncos y carrizos, y a esa tarea nos afanábamos con entusiasmo de colonos, llevados por la ilusión de una tierra que domesticar, que hacer vivible y cultivable. Tardarían mucho tiempo en llegar las desbrozadoras a motor, entonces el único referente era el de las cosechas, agachar el lomo bajo el sol e ir aclarando el terreno. En cierta ocasión vino un listo que dijo que aquello se pegaba fuego y ya estaba, y él mismo quiso demostrarlo quemando unos matojos. Pronto las llamas prendieron en la yesca y hubo que meterse en la acequia y echar cubos de agua para que el fuego no se extendiera.
Junto a la corbella, fue necesario comprar un azadón y un rastrillo, y ese fue todo el armamento con que nos enfrentamos a un abandono de décadas, todos los fines de semana y todas las tardes de las vacaciones, desmontando los cuellos de la acequia hasta el nivel del cauce para allanarlos y ensancharlos, aunque pronto añadieron al arsenal una pala y una paleta de albañil porque había que canalizar la acequia. Con la pala vino el cemento, y aprendí entonces palabras como mechinal y estampidor, que pronunciaba con mucha corrección un vecino que era delineante. La faena entonces consistía en encofrar con gatos de hierro que sujetaban los tableros. Ese sí que era un improbus labor: había que rebajar el lecho de la acequia y sacar el tarquín a paladas antes de echar el suelo, amasado en un pequeño cráter de arena y cemento en el que se echaba el agua justa para que no se desbordase… Pero también fue menester un carretillo para transportar todos los cantos rodados lo bastante grandes como para armar las paredes de la canalización.

Al cavar los márgenes de la acequia, antes de que una pala excavadora trazara la entrada y ensanchase las terrazas, solíamos encontrar objetos que llevaban siglos durmiendo en su correspondiente estrato geológico, sobre todo fragmentos de cerámica y ladrillos antiguos, pero también tornos de tajaderos y arquetas que ocultaba la maleza. Un día apareció una herradura vieja, deforme y oxidada, que alguien dijo que era de mula y mi padre guardó y algún tiempo después, cuando ya se pudo construir un cobertizo para guardar los aperos, colgó en un clavo que había en la puerta. Ahí sigue.

2 comentarios:

  1. Preciosa la manera de contar el deseo de que ese mundo no desaparezca, gracias.

    ResponderEliminar
  2. Uf, parece que supieras del complicado momento en que escribí estas últimas entradas (penúltimas, porque me quedé en la orilla). Pura melancolía. Gracias.

    ResponderEliminar

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.