1.3.24

Echarse a perder


El otro día echaron por la tele (me encanta ese verbo, tan pecuario) un reportaje sobre Francisco Umbral, a quien leí mucho en mis años mozos y de quien ahora ya casi nadie se acuerda, y eso que escribió más que El Tostado. A principios de los 90, cuando estaba en su apogeo, Umbral escribió unas Memorias eróticas que, un tanto en la estela estética de su venerado Cela, estaban llenas de tías buenas, cachondas y follaoras. «Erotismo de taberna», las llamó mi gran amigo Fernando Maniá, argentino de gustos refinados, que no había leído nada de Umbral y fue a empezar por ahí… Lo que no había hecho Cela, nunca, es exhibir su propia vida como materia literaria. Escribió unas deliciosas memorias infantiles (La cucaña, La rosa) y una serie más o menos formal (Memorias, entendimientos y voluntades) , pero no sacó sus intimidades al mostrador de la casquería, al menos con tanta explicitud. Umbral sí, y en ese libro en concreto dio la sensación de cumplir fielmente con la norma del buen seductor: el que más ha fornicado es quien de menos conquistas presume. Y al revés, claro.
Umbral también fue pionero en utilizar la enfermedad y la muerte de sus seres queridos como materia literaria. Mortal y rosa es un libro contradictorio: la prosa umbraliana nunca llegó a tan alto grado de lirismo, y sin embargo queda el rastro equívoco de sacar tajada literaria del propio dolor y del sufrimiento ajeno. En eso, desde luego, sí que ha hecho escuela, y ahora ya es casi un género literario escribir sobre intimidades patológicas, lo que todavía tiene un pase, pero también sobre el sufrimiento de los allegados. Uno debe de estar un poco anticuado, pero escribir un libro sobre la enfermedad de tu hijo (Sergio del Molino, a quien Savater llama aquí «mindundi servicial») o sobre la muerte de tu mujer, a un barojiano contumaz como yo le sigue pareciendo un caso de impudicia desleal. El propio Baroja escribió unas muy largas memorias y en ellas no tuvo la necesidad de rellenar páginas y páginas con ese tipo de exhibicionismo morboso.

Carne gobernada, el último y breve libro de Fernando Savater, se ha hecho famoso por algunas opiniones que le han costado que lo echasen (en otra acepción) del periódico El País, pero es un libro de encargo que, por más que lo edite Ariel y que uno lo encuentre en los estantes de filosofía, está lleno (relleno, más bien) de ese tipo de desvergüenza, que no es lo mismo que ausencia de prejuicio: una buena parte está dedicada a la enfermedad y muerte de su mujer, a la que él llama Pelo Cohete, tema sobre el que ya escribió un libro, creo, y al que cada año dedicaba una columna en El País, alguna de las cuales vuelve a colocar aquí. Y otra parte se la lleva una buena moza con la que a Savater, a la vejez, le han salido las viruelas eróticas. Estupendo, piensa uno, hay gustos para todo, pero uno no se gasta veinte pavos en cotilleos de alcoba, y preferiría no asistir al desdén con el que habla de sus premios literarios, con los que presume de haber ganado dinero suficiente con el que salir corriendo al Houston de turno para curar a su Laura. No hay mucho petrarquismo  en ello. Unas memorias de senectud de Ortega Cano habrían sido menos engañosas. 

Lo que el lector va buscando del libro es otra cosa que se reduce a un capítulo y a unas cuantas opiniones dispersas. Savater se ha emancipado de la obligación moral de ser de izquierdas, ha trascendido la idea de que la derecha en España es retrógrada por definición, para lo que le ha servido de inestimable ayuda el mejunje que con el sagrado título de progresista muchos socialdemócratas de toda la vida nos tenemos que tragar. Así lo explica en un par de largos artículos que aquí también coloca y que deberían, piensa uno, haber servido como punto de partida para una reflexión más profunda. Lo que hay, en cambio, es una enunciación interesante pero sesgada, en la medida en que no se desarrolla.

Hay asuntos en los que Savater da en el clavo pero escamotea su complejidad, primera obligación de un filósofo (de la que él, por lo que dice aquí, se siente libre porque ya le aburre la filosofía). Un ejemplo claro es el asunto del feminismo. No es difícil estar de acuerdo con Savater en que cierta izquierda iletrada introdujo una especie de dictadura caprichosa de la discriminación positiva en la que hasta el mero hecho de hablar, de usar la gramática, ya sirve para definirse y de paso destajar los buenos de los malos. No se me olvidará jamás la sentencia que un líder provincial y provinciano del PCE le echó (otra acepción) a un tipo inteligente y libre: «Es que no se define». Eso fue a mediados de los 80… Pero volvamos al asunto. Dice Savater: «Ahora lo que prevalece bajo apodo de feminismo es el erotismo más anticuado y reaccionario que pueda imaginarse, inventado por mujeres que consideran a todos los hombres que las desean como violadores a los que hay que domesticar», dicho a propósito del resbaladizo concepto del consentimiento, falacia que da por hecho que la mujer está siempre a verlas venir y es el hombre el que tiene que pedir permiso. Pero sabe Savater que usar así el diccionario no es más que otra imprecisión. Lo importante es de qué armas legales puede disponer una mujer para defenderse de la fuerza bruta. El asunto exigiría hilar más fino, pero Savater dispara por elevación: «Es evidente que vivimos en plena cruzada contra la heterosexualidad, que ahora siempre resulta algo sospechosa y en el fondo poco digna para la mujer o quien se autodetermine como tal». Otra vez habría que darle la razón, pero solo en principio: por mucho que lo defendiera en su momento Lidia Falcón (y hoy en día Beatriz Gimeno), ser lesbiana no es un deber moral de las mujeres. No podemos dejarnos llevar por las falacias generalizadoras, ni creer que la espuma de las olas contiene los mismos elementos que el fondo del mar.  

El propio Savater incumple así uno de los pocos principios referidos estrictamente a la filosofía de que habla en este libro: «…enseñar filosofía puede inculcar el aprecio por lo discutible, y eso sí que es provechoso». Lo malo es que casi todas las opiniones críticas que vienen después son demasiado tajantes para tenerlo en cuenta, pero no para montar el jaleo que de paso ha publicitado este libro, y de qué modo. Las entrevistas promocionales agotaron el contenido polémico, unas pocas páginas en las que se queja del giro sumiso que ha dado El País, teledirigido por el PSC, obediente ante los escandalosos privilegios que el separatismo tiene en España. A mí también me pone de los nervios que sea un partido obrero el que dé carta de naturaleza al supremacismo identitario. «¡Los enemigos no son esos, son los otros!», gritaba el bueno de Francisco Frutos a estas nuevas generaciones telefónicas cuando exaltaban el nacionalismo, avaricioso y clasista, como una conquista de la izquierda. El viejo dirigente comunista se murió sin que le hicieran ni caso, y Savater, si no se lo tomase tan a la ligera, dejaría de pasar por un Tamames más y daría contenido intelectual a la mala leche que mucho votante de izquierda lleva acumulada. Así ganará mucho dinero con sus encargos, pero, en cuanto a lo que de veras importa, el otrora filósofo no parece estar por la labor. Quienes lo leíamos en El País seguimos disfrutando de su prosa viva, rica y perspicaz (Cabrera Infante decía que Savater era quien mejor usaba el castellano), pero también nos irrita un poco esa superficialidad tan desganada. El libro termina con una, esta sí, hermosa oda al mar. Lástima que antes haya echado por la borda buena parte de nuestras ilusiones.


Fernando Savater, Carne gobernada, Ariel, 2024, 173 p.

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