26.4.25

Consuelos de Proust


Prolifera un tipo de ensayo últimamente que mezcla el tema del libro con la vida personal del autor, desplegados ambos en fragmentos de a veces cuestionable coherencia y con la gratuita inclinación a narrarlo todo: en vez de aportar un simple dato sobre el tema del que se trata, contar que una mañana el autor se levantó de la cama y se desplazó a tal biblioteca y mientras se estaba tomando un café vio que… 
Un ejemplo casi paradigmático de esta tendencia, que no sé por qué razón la editorial Anagrama incluye en una colección de narrativa y no de ensayo, es el libro de Laure Murat sobre sus vínculos con la obra de Proust. Bien es cierto que Proust da siempre mucho de sí, sobre todo ganas de escribir: su manera de ver el mundo es un lenguaje que rehabilita la conciencia que el lector tiene de su propia vida, ya sea para recordarla (para escucharla) o para reproducirla. Proust es una lengua y una forma de conocimiento para cualquiera que se haya aficionado a leerlo, y todavía más si, como es el caso, la autora procede de una familia aristocrática varios de cuyos miembros aparecen mencionados —bien que muy someramente— en las páginas de En busca del tiempo perdido. Murat lo resume así:


Por muy tenues que sean, los poquitos hilos de telaraña tejidos entre Proust y mi familia, ya sean los Murat o los Luynes, dibujan un universo que incluye la mayor parte de los ingredientes de la sociedad aristocrática de la belle époque descrita en la heptalogía: los matrimonios por dinero, las tensiones entre la nobleza del Antiguo Régimen y la nobleza del Imperio, los cruces con la «sangre judía», los rodeos clandestinos por Sodoma…


Ello le da pie a ir alternando capítulos sobre la obra de Proust y otros sobre las andanzas de su familia: la altiva rigidez de su madre, una de esas aristócratas convencidas de que educar a unos hijos consistía en mantenerlos alejados de sus padres y con la que, por consiguiente, nunca tuvo verdadera relación, o el cariño inextinguible hacia su indolente padre, gran lector de Proust, eso sí, que inculcó a la autora el amor por la literatura y tal y cual. O bien, claro está, la infancia intolerable en un colegio de élite, del que la autora no veía el día de escapar, donde fue mala estudiante y sufrió todo tipo de inhibiciones, lo que no impidió que al final la vida y su inteligencia (en absoluto la clase a la que pertenecía, por supuesto) le llevaron a formar parte de otro tipo de élite, el de la aristocracia universitaria norteamericana. 

Ni el padre ni la madre tienen más que ver con la obra de Proust que el hecho de que él la leyera. Son otros antepasados los que aparecen por allí de refilón, lo suficiente como para que la autora nos hable de un castillo en un ejercicio descriptivo suntuoso, a lo Vita Sackville-West, o para que dedique algún que otro capítulo a esas indagaciones de novela negra en un archivo policial para desentrañar lo que todo el mundo sabe: que Proust visitaba los burdeles y que, por más que él siempre lo negara, algunos eran de ambiente homosexual. Y todo para insistir en dos argumentos: que la obra de Proust es una crítica inmisericorde a la aristocracia ya boqueante de entresiglos, a la que acusa, sobre todo, de vulgar, y que Proust consiguió una especie de redención literaria de la figura del homosexual, y eso que  «las dos ciudades malditas [Sodoma y Gomorra] quedan, cuando menos, bastante mal paradas, dado que las teorías de Proust sobre la inversión sexual resultan hoy, en muchos aspectos, cuestionables y conservadoras». Pero poco importa que los juicios al respecto en la novela sean casi invariablemente homófobos, porque «Proust cambia radicalmente el régimen del sujeto minoritario, liberándolo de su condición particular para meterlo en la universalidad». De modo que las dos ramas de este ensayo, las vinculaciones de la autora, a través de su familia, con la detestable aristocracia, y la denodada lucha por reafirmar su identidad sexual, que explicita orgullosa en las primeras páginas del libro, se unen en una doble conquista: «Leer En busca del tiempo perdido me liberó de las falsas apariencias asociadas a la aristocracia de mis orígenes, me configuró como sujeto al desplegar el significado de las escenificaciones asociadas a la homosexualidad y, por encima de todo, me abrió a la realidad». 

Esta «forma de crear autoficción a través de la lectura», sobre todo si está bien escrita, como es el caso, resulta curiosa siempre y cuando uno no vaya buscando saber más sobre Proust o encontrar análisis brillantes de su obra. De hecho el capítulo que más me ha interesado es un comentario de texto de un pasaje muy famoso: el momento en que Charles Swann comunica a la señora de Guermantes que tiene una enfermedad terminal. Aparte de una larguísima cita de dos páginas, la autora se fija en el juego de la muerte y los zapatos, en cómo la señora no tiene tiempo de pararse a consolar a Charles porque llega tarde a una fiesta pero sí de volverse a casa para cambiarse los zapatos porque llevaba unos negros que no pegan con el vestido rojo y tiene que calzarse otros del mismo color, como los papas elegantes… Lo que Murat no dice, y merecería la pena, es que la anécdota de los zapatos rojos le ocurrió en realidad a Mme. Straus, según nos cuenta Painter. Y fue el propio Marcel Proust el encargado de ir a por los zapatos entonces y el que después, al escribir, usaría la escena para cebarse en la mala entraña de la Guermantes y su estúpido marido. En todo caso es un ejemplo de cómo en la buena literatura los detalles nos explican el fondo de los personajes, uno de los muchos que hay en Proust… Claro que estos detalles se organizan en fragmentos, en estratos, en imágenes caleidoscópicas que de paso sirven como justificación literaria del ensayo, porque «el conocimiento objetivo solo se puede adquirir aprehendiendo sucesivas facetas», por más que solo autores como Proust sean capaces de «condensar todo el universo en una taza de té…». La magdalena no la nombra, habría sido un rasgo de vulgaridad.

El capítulo más hermoso del libro, sin duda, es el dedicado al Proust sanador, a su eficacia como refugio de lectores, sean o no aristócratas, se sientan o no repudiados por una sociedad que no los entiende. Al margen de la idea que nos hagamos del narrador, Proust nos ofrece un mundo en el que habitar a salvo de las muchas amarguras de la vida. Igual que él se enclaustró en una habitación forrada de corcho para ir estirando su pésima salud, sus lectores nos encerramos en su obra para que los ruidos catastróficos de afuera no nos hagan bajar los brazos, dar nuestra existencia por irrelevante o hundirnos en la falta de ilusión. La realidad que nos propone Proust tiene algo de iluso, de injustificadamente esperanzado y de sencillamente falso, pero es lo que nos sirve de consuelo.  


Laure Murat, Proust, novela familiar, trad. María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego, Anagrama, 2025, 282 p.

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