17.4.25

La fiel y bulliciosa 'ferlosía’


Cuando Miguel Primo de Rivera llamó a Valle-Inclán «eximio escritor y extravagante ciudadano», utilizaba los dos adjetivos en su sentido recto: el primero no es ambiguo, pero el segundo abarca demasiado, todo lo que sale de la norma, desde las opiniones y actitudes contrarias a la biempensante mayoría, a los tabúes y las tradiciones, hasta el carácter pintoresco que puede degenerar en la simple bufonada. En Vallé-Inclán la extravagancia era la estética de su genialidad, nunca al revés, pero después de la guerra, con él ya en los altares, el franquismo le dio la vuelta al orden de los adjetivos y contribuyó a jalear la extravagancia como síntoma de la poca seriedad que en el fondo demostraban los artistas, digamos, contestatarios. Este es el caldo rancio en el que se cocían las patochadas de Dalí, que el tiempo ha recolocado más cerca de los pintamonas que de los maestros de la pintura, o Cela, y ya lo siento, porque su escritura se sostenía y se sostiene por sí misma, sin necesidad de hacer el payaso como lo hacía.
Rafael Sánchez Ferlosio, eximio en sentido recto, quizá el que, directa o indirectamente, más haya influido en nuestra literatura del XX, y de los pocos sobre cuya obra no ha caído la pátina del tiempo para deslustrarla —que de eso se trata ser un clásico—, también lo fue como extravagante ciudadano, sin necesidad de payasadas de ninguna clase, pero al margen de costumbres y apariencias, de modas y de servidumbres, de serviles anuencias o decepcionantes filiaciones. Fue leal por mucho que algún beneficiario de su lealtad cayera en desgracia, y su prestigio literario e intelectual se sobrepuso al ambiente aristocrático en que se crio y al acomodado navegar en las alturas de la independencia en el que vivió a espaldas del franquismo asfixiante, con las cortinas echadas para que la grisalla general no enturbiara sus escritos, durante muchos años ni siquiera la mirada de los otros.

Después de leer la biografía de Carmen Martín Gaite casi era una cuestión de inercia leer la que J. Benito Fernández escribió para Árdora Ediciones, que no tuvo el relumbrón editorial ni publicitario que la de José Teruel sobre su exmujer, por más que sea el minucioso trabajo de campo de quien pregunta a todo aquel que pueda decir algo interesante, compañeros de colegio, vecinos del pueblo, admiradores, ayudantes, aparte del único rasgo de Ferlosio que a estas alturas sí resulta un poco decepcionante, el inagotable contingente de peaneros que lo acompañaba a todas partes, sobre todo desde que abandonó las oscuridades anfetamínicas de sus estudios de gramática, un ejército turiferario del que sin embargo destaca un puñado de amigos de siempre como Tomás Pollán o, más tardíamente, Hidalgo Bayal, en listas que ocupan su espacio casi en cada página, y en las que más veces de las deseables uno se encuentra con buscadores de fotos cogidos del bracete, esa raza de escritores mediocres especializados en salir sonrientes junto a alguien importante. Más interesante, desde luego, es el encuentro en estas páginas con otros amigos de siempre, Agustín García Calvo, que ya tenía su cofradía propia, o Fernando Savater, con quien siempre mantuvo un estimulante tira y afloja intelectual y sobre cuya última deriva ya no tenemos al gran Rafael para dar su opinión, ni probablemente la habría dado. 

De modo que en esta generosísima pedregada de nombres vemos que el austero y huraño escritor, el que no quería saber nada del mundo mientras lidiaba en secreto con su Historia de las guerras barcialeas (que ahora se supone que Ignacio Echevarría, que los hados le asistan, está ordenando y transcribiendo para una futura y ojalá que cercana edición), se acostumbró desde el principio, al tiempo que renunciaba al «papelón de literato», a ser centro de agasajos, pope de ceremonias, ídolo de sonrisas complacientes, porque cuando alguien no fue tan condescendiente, como por ejemplo alguno de los miembros de aquel Anillo Lingüístico del Manzanares, que abandonó las tertulias porque «no se puede trabajar con aficionados», en referencia a Ferlosio (¡no, claro, a García Calvo!), el escritor nunca se lo perdonó ni restableció sus relaciones, no así con otros que fueron víctimas de su carácter tormentoso por tomarse con sus palabras alguna que otra pequeña libertad, caso de Miguel Ángel Aguilar, a quien al cabo del tiempo Ferlosio parece que volvió a admitir en su parroquia.

Es llamativa esta permanente celebración del genio porque no casa del todo con el tipo de extravagancia que uno admira de Ferlosio, que también ocupa su lugar en esta biografía, en otras páginas menos frecuentadas por la ferlosía, como la llamó el periodista Arcadi Espada, esa tribu de incondicionales que se sienten a sus anchas y bien pagadas con solo esperar a que el santón abra la boca. Porque también la biografía se ocupa de otros rasgos de su vida y su persona que a más de uno servirían de objeción si su portentosa obra no los redujese a condición poco más que anecdótica, sobre todo los familiares, a los que Benito Fernández se dedica con esmero, como a su pintoresco padre, Rafael Sánchez Mazas, ministro de Franco pero más que eso aristócrata bon vivant y uno de los individuos con más suerte de su época: 


Le envían de corresponsal de Abc a Roma, donde conoce y se casa conla hija de un banquero, que le regala un largo viaje de novios y el hotelito de El Viso; huye de prisión y le salva de volver a ella Indalecio Prieto; sale indemne de un fusilamiento y, cuando está sin un chavo, se convierte en terrateniente. 


Y eso sin contar que deja de ser ministro por incomparecencia a los consejos (se levantaba tarde) o que el hecho de haberlo sido, amén de fascista de primera hora, ha entenebrecido una obra literaria que nadie que haya leído duda en considerar muy digna, empezando por su propio hijo. Dan ganas de volver a ella, y no con la novela que Cercas escribió sobre el asunto, que ni gustó a los cercanos a Ferlosio ni el propio Ferlosio leyó, sino con las novelas y relatos o sus páginas de memorias de Sánchez Mazas, y no solo por él sino por esa brava italiana, la madre de Ferlosio, que merecería libro aparte y que en cierto modo, según ella, también lo tiene, la novela Rosa Krüger. Aunque tampoco Rafael se pisa la suerte andando, con esa infancia romana, esa determinación indeclinable con la que siempre supo a qué se dedicaría, por más que dejara empezados estudios varios, pero no la búsqueda de un dominio del idioma pocas veces igualado, y ya desde bien temprano. El autor de la biografía se detiene en este amable (más que el de la cohorte) lado de su vida, que por la vía de sus hermanos, sobre todo de Chicho, lleva a curiosos excursos y excursiones, bien conocidos por el que también es biógrafo de Eduardo Haro Ibars o de Leopoldo María Panero, y que una y otra vez nos llevan al que uno sospecha que de mil amores sería también objeto de sus indagaciones biográficas, el gran Agustín García Calvo, otro extravagante en el más alto y noble de los sentidos.

Y se queda uno, en fin, con el lado del personaje que más se aviene con esa compleja «estructura psíquica» de Ferlosio: 


En ella predominan rasgos llamativos como el aislamiento pertinaz, las dificultades para establecer lazos afectivos y una tremenda precariedad en esos lazos. El autor se niega a relacionarse con los otros; sólo la escritura se sujeta a la realidad, solo la escritura le salva de la psicosis.


Teniendo en cuenta la inacabable lista de acólitos que poblaban sus idas y venidas, incluso sus estadías, nadie lo diría, pero aun así la imagen que nos hemos hecho de él leyéndolo encaja más con las páginas en las que vemos al Ferlosio andarín que indaga en las tierras que pisa, el que sabe nombrar las flores y es experto en ríos y en máquinas para mover sus aguas, el que fue y dejó de ser cazador, o fue y dejó de ser taurino, el que huía a su Coria palaciega para refugiarse en las sombras de otro tiempo, el que había paladeado con delectación a Polibio, a Tito Livio y a los tratadistas de polemología, o al que apartaba su, digamos, furor selectivo para sacar al hombre amable, al amigo de la infancia y atento alumno del habla popular, al que defendió a un soldado de Perejil de la acusación de homicidio en un escrito de defensa que ojalá pudiésemos leer, o el que, pasando las horas muertas entre los soldados (él que era el hijo de un ministro) recolectase frases y decires de gente común y corriente con las que luego armar la gran novela que iluminó nuestra literatura, y que a él tampoco le convencía, pero es la que le dio de comer.

En todas esas páginas, que también son muchas, encontramos al Ferlosio que buscábamos, la extravagancia que nos es cercana, la que tiene más que ver con nuestra propia admiración. La otra, la del testigo de su tiempo, la del polemista de periódicos, quizá se mantenga tan marmórea como sus obras graves, aunque, como decía su amigo Benet, los escritores de periódicos son como golondrinas que se posan en los cables de la luz. Eso era lo que celebraban los más oportunistas de su camarilla, los que se cubrían el pecho de entorchados históricos antifranquistas y nos hacen sospechar que hasta en hombres de tanta talla intelectual y literaria como Ferlosio puede anidar el placer del coro de los grillos, él que tanto y tan profundamente leyó a Machado; suyos son los versos que aún se leen en la página más triste de su vida, la tumba de su hija Marta, sobre la que tanto habló también José Teruel en la biografía de Martín Gaite, con muchos detalles que ya encontramos aquí. Hay recursos bibliográficos que casi merecen mención aparte. 

Todo lo cual, lo fascinante y lo en cierto modo decepcionante, se vuelve a cubrir de gozo cuando nada más acabar esta biografía uno se acerca a dejarla entre los otros libros de Ferlosio y, por leer algo, repasa su breve ensayo sobre el Pinocho de Collodi, o vuelve a leer el cuento de los babuinos mendicantes, o por enésima vez el cuento Dientes, pólvora, febrero, y se conforma con que la condición de eximio no entra en reyerta con ningún otro adjetivo, que nunca puede más que adornarlo, jamás contradecirlo, y se asombra de que en un cuadro en el fondo tan revelador Benito Fernández haya mitigado la condición de biografía titulándola El incógnito y, sobre todo, reduciéndola a unos apuntes, como si fuesen notas cronológicas más que un buen ensayo sobre su persona, precisamente porque, además de aportar tal cantidad de información disponible, y lamentar la negativa de quien respetaba la «aristocrática» repugnancia de Ferlosio a airear vidas privadas, rara vez se paran a juzgarlo.


J. Benito Fernández, El incógnito. Rafael Sánchez Ferlosio. Apuntes para una biografía, Árdora, 2017, 605 p.

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