20.4.25

Un cuento chino



El emperador de la China quería inmensamente a una única hija que tenía y, temeroso de darla en matrimonio a un hombre que la hiciese sufrir, ordenó a los mandarines que recorriesen el imperio y encontrasen al joven que tuviese el rostro de la perfecta santidad. Al fin, de entre todos los aspirantes que de las más apartadas regiones de la China fueron traídos a la corte, se eligió al que acabó siendo dado en matrimonio a la hija del emperador, a la que, no defraudando la elección, supo, en efecto, hacer siempre dichosa, viviendo con ella amorosa y santamente hasta el fin de sus días. Mas cuando estaba siendo amortajado y adornado para la sepultura, un cortesano notó junto a su sien, con la yema de los dedos, el borde de una delgadísima máscara de oro que cubría su rostro. «¡Ha prevaricado!», gritó el mandarín, al tiempo que arrancaba de un golpe la máscara, para hacer manifiesta la terrible y sacrílega impostura; pero cuál no sería el asombro y la admiración de todos los presentes al ver que el semblante que entonces se mostró a sus ojos tenía las facciones absolutamente idénticas a las de la máscara.


La de veces que habré contado este cuento en clase, cada una de un modo distinto, ampliando, resumiendo, ajustando el contenido al interés del auditorio, con más o menos aspavientos y más o menos voces impostadas, otras con el tono frío de un informe, o con el  soniquete cursi de un cuento infantil; tantas que, como les ocurre a los cuentistas con sus repertorios, me olvidé de dónde lo había sacado, hasta que hace un rato me lo he encontrado en un artículo de Ferlosio, ’Weg von hier, das ist mein Ziel', de 1981, que no sé ahora cuándo ni dónde lo leí, desde luego mucho antes de que se publicara el libro en el que me ha vuelto a salir.

Ya el cuento de por sí es modélico, la búsqueda del novio ideal, que es como buscar una aguja en todos los pajares chinos, y en vez de, como es típico, someter a examen a los candidatos y probar su astucia o su gallardía, seleccionarlo sin más dilación, de modo que el cuento casi empieza con el final que suele tener este tipo de historias, y es después del beso y la felicidad, después incluso de la muerte, cuando se descubre la superchería, que, como remate genial, resulta no ser tal sin dejar de serlo al mismo tiempo. Solo por ver la cara que se le quedaba a más de uno cuando en clase pronunciaba la palabra «¡idéntica!», ya merecía la pena contarlo. 

Pero luego, claro, y como siempre dependiendo del día y de la clientela, venían las preguntas, las que yo lanzaba y la que más de un alumno devolvía y yo guardaba. Porque lo principal era la máscara, que el príncipe se hubiera valido de una falsa identidad. Les explicaba que persona, en latín, significa máscara, como aquellas que llevaban los actores del teatro, porque no otra cosa es nuestra persona que la máscara que nos ponemos para ser nosotros mismos. El problema, en este caso, es que, si la máscara era idéntica a la cara que el príncipe en verdad tenía, ¿por qué la llevaba puesta?, o, dicho de otro modo, ¿lo habrían elegido para casarse con la princesa de no haberla llevado?, ¿habría resultado convincente de no fingir falsamente ser quien en efecto era?

Sólo con estos cabos ya casi se podía atar la clase entera, porque, a fin de cuentas, ¿quiénes somos? ¿No nos ponemos un uniforme que nos identifique cada mañana para salir de casa, por mucho que finjamos no ir uniformados? ¿No nos miramos al espejo y reconocemos al individuo que los demás queremos que vean, y que no tiene por qué ser el que nosotros sabemos que somos, si es que lo sabemos? Por esta vía de la especulación se podía llegar muy lejos, ciertamente, pero recuerdo el día (el momento, más bien, porque ya no sé en qué curso fue) en que un alumno, uno de esos zagales taciturnos y avispados que siempre parecen estar rumiando mientras los demás sueltan lo primero que les viene a la cabeza, tomó la palabra y me hizo la pregunta capital: ¿y si la máscara era de oro y era idéntica a la cara y el príncipe se murió de viejo, entonces la máscara fue también cambiando con el tiempo, se la cambiaba todos los años, o es que era tan fina que no se notaba, y entonces era como si fuera transparente, como si no fuera una máscara? No fueron justo esas sus palabras, por supuesto, ni tampoco las mías, todo lo recordamos como lo sentimos (recordar es traer de nuevo al corazón), pero sí la sustancia de sus objeciones, que desde luego ponían en solfa la verosimilitud del relato porque desnudaban, a su vez, el truco de la narración: no haber contado con el tiempo, o, peor todavía, dar por hecho que con la felicidad y el amor los novios habían conseguido también, si no la inmortalidad, sí al menos la inmarcesibilidad, la permanente juventud.

El profesor con cierto oficio no pierde el tiempo en resolver lo inmejorable, que en este caso era la intuición brillante del alumno; mucho más útil resulta exagerar incluso la grata sorpresa, fingir si es preciso que uno no había caído en ello, celebrar la astucia de la observación, sobre todo si el alumno no lo necesita o no lo va buscando a todas horas. «La máscara —debí de contestarle, con las palabras que fuera, después de los agasajos— crece con nosotros, es de oro pero no es maciza, se tersa, se arruga, engorda y adelgaza, nunca se separa del rostro y nunca deja de ser máscara, y nunca dejamos de ser nosotros. Pero sin ella estamos desnudos, no acabamos de ser quienes somos, y por eso la necesitamos». 

    Hablaría entonces el profesor que cada vez que entraba en clase se ajustaba la máscara de profesor, seguramente más parecida a su verdadero rostro que la imagen que podría dar sin ella, hasta ese punto el oficio es una forma más de actuación, y enseñar es un arte escénica, una forma de teatro, y el maestro se pasea por las tablas con sus falsos coturnos, pintados de purpurina, y cuenta cuentos chinos que no sé si sirven para aprender a aprender ni todas esas mandangas estúpidas que llenan últimamente los programas, pero sí que sirven para pensar, para imaginar, para ponerse también ellos la máscara del alumno que quieren ser mientras la clase continúe. Sólo por esos ojos muy abiertos, sólo por ese silencio vibrante cuando el cuento calaba y uno podía detener el tiempo, recrearse en la suerte, revivir la historia y disfrutar de estar haciendo disfrutar, sólo por esa gloriosa sensación de transmitir merece la pena haber salido de casa con una máscara durante tantos años. Cuando, al final, uno se la quita y la deja sobre la mesilla, no está claro que el rostro que ya queda para siempre sea más cierto que el otro, que el oro falso haya sido menos verdadero que la piel.

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