Eneida, I, 157-179
Exhaustos los de Eneas, las costas más cercanas
luchan por alcanzar y enderezan el rumbo
a las playas de Libia. Hay en sitio apartado
una rada profunda: allí una isla forma
un puerto con el dique de sendos farallones,
las olas de altamar en ellos rompen todas
y al reflujo del agua se dividen en brazos.
Aquí y allá se alzan dos peñascos enormes
e idénticos escollos amenazan el cielo,
a los pies de su cúspide las aguas enmudecen,
en calma y a sus anchas; encima hay una umbría
de árboles temblones, y un negro bosque cierne
su sombra pavorosa. Enfrente y por debajo
de rocas descolgadas se abre una espelunca;
por dentro hay agua dulce y tronos de roca viva,
morada de las ninfas. Allí, sin amarra ninguna,
las naves se retienen fatigadas, ni hay ancla
que con su corvo diente las deba sujetar.
Aquí fue donde Eneas entró con siete naves
que había reunido de la escuadra entera.
Los teucros desembarcan, llevados de ansia ciega
de tocar tierra, campan por la arena deseada
y tienden en la playa sus miembros empapados
por el agua con sal. Y así Acates, primero,
chispas hace saltar del pedernal, y fuego
les prende a unas hojas y seco pábulo arrima
en torno, y avivó en la yesca una llama.
Entonces, agotados del esfuerzo, rescatan
el trigo estropeado y las armas de Ceres,
y disponen el grano que pudieron salvarpara tostarlo al fuego y molerlo con la piedra.
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