18.11.06

Iluminación


No recuerdo bien ahora si fue Turgueniev de quien Flaubert dijo que no le gustaba porque “se repite y filosofa”. Eso fue antes de que la novela terminara por absorber a los otros géneros igual que ahora una multinacional absorbe pequeñas empresas en quiebra. Flaubert ya no conoció el prestigio de la novela/poema, la novela/teatro, la novela/ensayo, la novela/cuento estirado, y mucho menos ese género de la novela/memoria que tanta basura inorgánica genera en España.
Ni repetirse ni filosofar es malo, pero entiendo a Flaubert. Estos días estoy leyendo La fortuna de Matilda Turpin, el Planeta de Pombo, que es exactamente eso, un libro de cuatrocientas páginas lleno de repeticiones y filosofías. Pombo se está unamunizando. Lleva dos o tres novelas en las que ya no le interesan los objetos, nombrar las cosas, describir las escenas, narrar los acontecimienos. Los acontecimientos ya son sólo un salón ibseniano poblado por fantasmas de otras novelas y un narrador al que se le nota cómo ha ido escribiendo la novela, qué día ha escrito qué párrafo, qué estaba leyendo entonces, qué tiempo hacía, que comió para almorzar.
Todo esto, en principio, no importa porque uno es fan de Pombo y porque también puede mirarse de otro modo: muy potente debe ser un estilo para que no necesite nada más, que es, por otra parte, lo que siempre deseó Flaubert, que fuera el estilo el que llevara en andas la novela, que la narración fuera un ente semoviente, vivo por sí mismo, sin necesidad de trucos narrativos, absolutamente libre.
Pero esto, el estilo, es algo que Pombo consiguió hace muchos años. De la casi inverosímil potencia narrativa de El metro de platino iridiado a esta novela de ahora han pasado más de quince años. Leo aquella novela, la abro por cualquier página, y no es sólo el estilo, es el reconocible mundo el que me anega, como si hubiese accedido de nuevo a visitar a unas personas con las que conviví algún tiempo y a las que visito de vez en cuando. El paseo de Rosales sólo cobra encarnadura real en mi memoria cuando veo pasear por él a María, la heroína de El metro. Y cuando paseo por el paseo casi siento la melancolía de quien pisa barrios donde ya son otros los que los disfrutan.
Pero en esta novela no hay calles, no hay muebles más que meramente nombrados, no hay gestos ni olores, no hay largas escenas llenas de detalles que enhebrados en su impresionante prosa creaban el mundo, lo hacían vivir. Ahora hay, sobre todo, íes. Es increíble la cantidad de íes que utiliza Pombo. Es imposible que ningún otro escritor haya utilizado tantas en el mismo número de páginas. Íes y aes, pero sobre todo íes. Las imágenes rilkeanas exaltadas, las del Protocolo para la rehabilitación del firmamento, que se desplegaba deslumbrante porque los versos no cabían en el libro, de tan exaltativos. Esto da un color amarillo claro, un amarillo sol con fogonazos de luz pura, una cortina de rayos marianos detrás de la que pululan máscaras de personajes ya conocidos. Uno ya los saluda con afecto. ¡Hombre, Gonzalito!, dice cuando aparece Fernandín, aunque también pudiera decir ¡hombre, Quirós!, u ¡hombre, Esteban!, o algún otro. Y lo mismo pasa con las heroínas. María despedazada deja sus mitades esparcidas entre varias mujeres. Las dos protagonistas de esta novela son ella desguazada. Se ha muerto (pero está muy presente) la parte heroica, Matilda, pero todavía vive su bondad sencilla, Emilia. Es como si hubiera vuelto a barajar a sus personajes de siempre para ir jugando solitarios por las mañanas. Cada solitario, un capítulo, a ver qué dicen estos, a ver qué piensan estos, en una melopea interpretativa que deja en manos del azar la brillantez narrativa, porque la otra, la estilística, a pesar de una lamentable corrección de pruebas, sigue tan esplendorosa y firme como siempre. Pombo ha escrito lo que le ha salido. Se ha repetido, ha filosofado, y ha ganado un pastón. El libro lo acabaré porque ya no es nada frecuente leer un libro nuevo entero tan bien escrito, y porque sigo siendo fan, pero me gustaba más el Pombo austeniano, el Pombo de mesa camilla. La velocidad iluminada de su prosa lo ha contagiado de unamunismo, los personajes empiezan a sufrir una taxidermia filosófica que les saca el alma pero les deja la figura como deshinchada, como sin vida.

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