16.11.06

Invierno


Este año el invierno ha llegado al mismo tiempo que la navidad, a mediados de noviembre. Juan Carlos Navarro tiró esta foto la semana pasada en una umbría que hay al lado de su casa. Fue la primera rosada en condiciones, el primer día de hielo. Me gusta el color hidrógeno de las hojas arrugadas y esos cilios como esporas. Las hojas de esta dulcámara son de por sí arrugadas: al lado de la baya sin escarcha se ve bien el haz verde higuera de una hoja todavía viva; el resto, sin embargo, ha entrado en ausencia fósil de color. Si no fuese por las bayas, diría que es una de esas fotos de colores matados que tanto me gustan.
Sería demasiado fácil cantar a la vida colorada de las bayas. Pero no, a mí lo que me gusta son las hojas acartonadas, esos tallos como patas de saltamontes puestas a desinfectar. Me gusta lo que hay de muerte en el invierno, de congelación del tiempo. En esta ciudad el invierno es muy largo y eso siempre me ha dado cierta sensación de tranquilidad. Es la única época del año en la que la belleza no depende de algo que se termina y te obliga a esas contemplaciones del crepúsculo tan estresantes, breves para lo que quisieras disfrutarlas y largas para lo que estás dispuesto a soportar. En primavera no doy abasto con los brotes, con las hojas tiernas y peludas que me obligan a admirarlas y me hacen desear que los árboles estén cuajados, el regreso de la sombra. El verano es pesado, veloz y maloliente. Todo se agosta en seguida y la gente no deja de hacer tonterías porque sufre la obligación moral de gozar, de ir a muchos sitios y de sudar mucho. Pero nadie nunca es tan feliz como el verano le sugiere. Y el otoño, en fin, es el colmo de la velocidad. Nada está igual que el día anterior, así que todo hay que mirarlo por última vez, con esa buena voluntad impuesta de quien abandona los objetos de la infancia, o los lugares a los que no piensa volver. De no ser por los crisantemos, que se pasan el buen tiempo con hojas invernales y sus flores duran unos cuantos días de silencio, salir al jardín sería insoportable.
Pero en invierno todas estas memeces poéticas no tienen mayor sentido. La gente y las moscas desaparecen, en los caminos hay menos pisadas. La inmovilidad del frío es propicia para los trabajos lentos, para las investigaciones inútiles, y uno respira porque durante una época muy dilatada nadie te pedirá ser tan lozano como las bayas, y nadie se asombrará porque se te haya helado la sonrisa. En invierno, antiguamente, no se hacía la guerra.

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