Ocho años antes de escribir Madame
Bovary y poco antes de cumplir los veintiocho, Flaubert se ausentó casi dos
años de la mirada de su madre y se fue con su amigo el paleofotógrafo Maxime Du
Camp a recorrer Egipto, Palestina, Líbano, Rodas, Esmirna, Constantinopla,
Atenas e Italia. Las biografías al uso dicen que este viaje fue el acontecimiento
más importante de su vida, y no me extraña, teniendo en cuenta que a partir de
entonces, en su casita de Croisset y en sus escapadas putero-literarias a
París, se convirtió en lo que también las biografías llaman un sedentario enfermizo.
He leído la mitad de este largo
viaje, la dedicada a Egipto, unas doscientas páginas, plagadas de vestigios elocuentes
del estilo de Flaubert. La digresión egipcia, como en Heródoto, se demora
bastante más que las otras, y aun así Flaubert siente, al marchar hacia
Alejandría y Beirut, la “tristeza de abandonar piedras”, incomprensible si se
piensa en las calamidades que tuvo que pasar:
Paso la noche fuera sobre un
colchón colocado encima de una piedra; vestido solo con mi camisa de nubi, las
estrellas resplandecen centelleantes. Guardias. Uno encima de mi cabeza que veo
por la noche. Los chacales ladran horrorosamente y en multitud. Chasquido del
pico de las tarántulas. Los chacales por la noche vienen a comerse nuestras
provisiones.
Y en este plan. El joven Flaubert
tuvo que beber sandías y leche de cabra, hundir la cabeza en pozos de agua
marrón, fornicar en cubículos infestados de pulgas, atravesar desiertos
jalonados por cadáveres, visitar cientos de momias y tirarse a docenas de
egipcias, y uso el verbo tirarse porque es el que invariablemente utiliza
Flaubert.
La
intensidad del viaje molturó su prosa de un modo que el autor no se molestó en
disimular, porque el comienzo, el viaje hasta Marsella, es lo que nos esperaríamos
de un libro de viajes a la manera clásica, es decir, unas notas reelaboradas
narrativamente en la narración titulada La
canga. Pero luego el camino marca el ritmo y el resto es un cuaderno de
notas sueltas y pequeños fragmentos descriptivos. Flaubert tuvo tiempo para narrar con todo eso como lo había hecho
al principio, pero hizo algo mejor: pulir las notas, dejar la el tono pretelegráfico,
que por su misma condición circunstanciada con frecuencia pasea en los terrenos
de la poesía. Quizá se dio cuenta de que si se elimina la cohesión narrativa y
se fuerza el contraste entre las observaciones yuxtapuestas, la impresión que
causa el resultado es mucho mayor y más hermosa que la del relato al uso.
Ese
método le daba para describir las imágenes como cuadros dominados por manchas
de color. Veinticinco años después, cualquier
impresionista encontraría en las descripciones de Flaubert un manual de
instrucciones para pintar sus cuadros. “En este momento veo pasar delante de mí
el borde de un vestido de tela rosa y la punta de un pie con una babucha
amarilla puntiaguda”, dice mientras pasea por una iglesia bizantina griega. No
sé a qué pintor modernista se podría adjudicar esta descripción:
Amanecía
delante de mí; todo el valle del Nilo, bañado en la niebla, parecía un mar
blanco inmóvil, y el desierto detrás, con sus montículos de arena, como otro
océano de un violeta oscuro cuyas olas se hubieran petrificado. Sin embargo, el
sol ascendía por detrás de la cadena arábiga, la niebla se desgarraba en
grandes gasas ligeras, los prados surcados de acequias eran como alfombras
verdes, arabescos de trencilla. En resumen, tres colores, un inmenso verde a
mis pies en primer plano, el cielo rubio rojo, colorado gastado; detrás y a la
derecha, extensión cubierta de protuberancias de un tono chamuscado y atornasolado,
minaretes del Cairo, cangas que pasan a lo lejos, bosquecillos de palmeras.
Finalmente,
el cielo tiene una franja naranja por ellado donde va a amanecer. Todo lo que
hay entre el horizonte y nosotros es completamente blanco y parece un océano;
este se aparta y asciende. El sol, al parecer, va deprisa y se eleva por encima
de las nubes oblongas que asemejan un plumón de una suavidad inexpresable; los
árboles de los bosquecillos de pueblo (GHizeh, al. Matariyyah, Badrashin, etc.)
parecen hallarse en el mismo cielo, pues toda la perspectiva es perpendicular,
como ya vi una vez desde el puerto de la Picade en los Pirineos; detrás de
nosotros, cuando nos giramos, está el desierto, olas de arena violetas: es un
océano violeta.
Curioso
el cambio de tiempo verbal. Empieza la descripción narrativamente, con esos imperfectos suyos que harían furor, pero
pronto vuelve al terreno de la nota y a un presente más intenso que el pasado,
y que ya no abandonaría en todo el libro. A partir de entonces son frecuentes
las narraciones tensas, sincopadas, muy poéticas:
Montamos
a caballo, y a través de unos campos cultivados, cabalgando por un largo camino
de tierra polvorienta, nos dirigimos a las Pirámides de Saqqara. Al pie de una
de estas pirámides, reencuentro con aquellos señores, han perdidio a Neuville,
cuyos disparos se oyen a lo lejos. Formidable cantidad de escorpiones. Unos
árabes se nos acercan ofreciéndonos cráneos amarillentos y tablillas pintadas.
El sol parece hecho de residuos humanos; para arreglar la rienda de mi caballo,
mi sais ha cogido un trozo de hueso. La tierra está llena de agujeros y de protuberancias
a causa de los pozos, subimos y bajamos; sería peligroso galopar por esta
llanura debido a lo hundida que está. Unos camellos pasan por el medio, con un
niño negro que los guía.
Y ese estilo fraguará, más adelante,
en fragmentos como el de la puesta de sol en Luxor o incluso como las, más
largas, algunas demasiado, descripciones de monumentos, sobre todo si son
tumbas, o esta otra del desierto, modélica:
El terreno, movido, es
pedregoso, el camino es árido, nos hallamos en pleno desierto, nuestros
camelleros cantan y su canto termina con una modulación silbante y gutural para
excitar a los dromedarios. Sobre la arena se ven paralelamente varios senderos
que serpentean al unísono, con las huellas de las caravanas, cada sendero ha
sido hecho por el paso de un camello. A veces hay así de quince a veinte
senderos; cuanto más ancho es el camino, más senderos paralelos hay. De trecho
en trecho, cada dos o tres leguas aproximadamente (aunque por lo demás sin
regularidad), amplios espacios de arena amarilla como barnizados por una laca
color Siena; son los sitios donde los camellos se paran para mear. Hace calor;
a nuestra derecha se adelanta un torbellino de khamsin, procedente del lado del
Nilo, donde apenas aún se percibe algunas palmeras que lo bordean; el
torbellino aumenta y se acerca a nosotros, es como una inmensa nube vertical
que, mucho antes de que nos envuelva, está suspendida sobre nuestras cabezas,
mientras su base, a la derecha, todavía queda lejos de nosotros. Es rojo oscuro
y rojo pálido, estamos de lleno dentro de él; se nos cruza una caravana, los hombres
envueltos en cufiehs (las mujeres con muchos velos) se cuelgan del cuello de
los dromedarios; pasan muy cerca de nosotros, no nos decimos nada, somos como
fantasmas dentro de nubes. Siento algo así como un sentimiento de terror y de
admiración furioso deslizándose a lo largo de mis vértebras, me río burlonamente
nervioso, debía de estar yo muy pálido y disfrutaba de una manera inaudita. Me
ha parecido, mientras la caravana pasaba, que los camellos no tocaban el suelo,
que se arrastraban sobre el pecho con un movimiento de barco, que se apoyaban
allí y se hallaban muy por encima del suelo, como si hubieran andado dentro de
nubes en las que se hundían hasta el vientre.
Este estilo basa el impresionismo en
elocuentes elementos naturalistas, siempre avant
la lettre. Zola tuvo que entusiasmarse con la descripción del hospital de
Kasr el Aïni o de las palizas a los esclavos o las varias descripiciones de camellos
enfermos o muertos, de cocodrilos amojamados y chacales hambrientos, de buitres
cazados como si fueran tórtolas. Y no sé si Zola llegó a los extremos que aquí
alcanza Flaubert, sobre todo porque en Zola no se aprecia ese cinismo que baña
siempre a Flaubert, ya sea para hablar de la “voluptuosidad íntima” o de la
lasitud, el spleen, el “fastidio en
mi vida”, que lo ataca de vez en cuando, sobre todo si no hay exóticas
muchachas a su alrededor; y hasta alguna que otra boutade que bien firmaría Baudelaire diez años después, como aquella
de las mujeres gordas: “La grasa es para las mujeres viejas lo que la hiedra en
los escombros, oculta la ruina y la consolida”.
No, no se corta Flaubert, ni
siquiera en sus crónicas puteriles, algunas de las cuales, las más escabrosas,
fueron expurgadas y ahora se van incorporando según la edición de Biasi. En
ellas vemos a un putero lleno de olimpismo y de curiosidad, descriptor de
cuerpos extraños, inasequible a cualquier conflicto moral, sobre todo cuando
son muchachas de quince años las que se pasa por la piedra. Lo tendría crudo
ahora Flaubert para incluir esas escenas, pero en el conjunto del libro tienen
la misma estética que las aguas del Nilo y los personajes de colores
pintorescos, y las mismas que las momias amontonadas y que los camellos embalsamados
por el tiempo y la arena, tersos por fuera y vacíos por dentro.
Algunas morosas descripciones son a
la literatura lo mismo, supongo, que las placas de Maxime du Camp a la
antropología, solo que estas, algunas de las cuales se reproducen en la edición
de Cátedra, se mantienen fieles al encuadre romántico, al tipo aislado como
referente del monumento, no a las escenas cargadas de olores y sabores en las
que se reboza el escritor.
Los arqueólogos del naturalismo y
del decadentismo siempre se terminan topando con Flaubert, y la discusión
estriba en si Flaubert continúa una tradición, por lo demás antiquísima, o era
una cuestión de carácter, es decir, si lo que hizo Flaubert fue o no una forma
nueva de ser naturalista o decadentista que sus discípulos convertirían en
escuela estética. Lo que no entiendo es por qué no utilizó esa prosa
modernísima para alguna de sus grandes novelas. Hasta para él sería demasiado
pronto.
Gustave Flaubert, Viaje a Oriente, trad. Menene Gras, Cátedra, 573 pp. (Viaje a Egipto, pp. 47-232).
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