Lo que distingue a Un corazón
sencillo de los otros dos cuentos, amén del realismo y la ambientación
contemporánea, es que tiene argumento original, no en el sentido de que
Flaubert se lo inventase, porque la estructura es mística, en escala, y la
anécdota del loro bien pudo haber sucedido, sino en el de que no partía de una
historia previa conocida. Dicho en otros términos, en que no era un cuadro
de tema. La leyenda de San Julián hospitalario está
basada, como dice al final Flaubert, “más o menos” en la vidriera de la
catedral de Rouen, y Herodías es un pasaje bíblico de todos
conocido, empezando por Huysmans. De las dos, prefiero sin duda La
leyenda…, de claridad boccacciana, historia de un solo personaje, con
más peripecia que drama; más épica, a decir de los comentaristas, tan
aficionados (pasa lo mismo en Madame Bovary) a dividir la obra en géneros
distintos. Un corazón sencillo sería narrativo; La
leyenda de San Julián, épico, y Herodías dramático. Pero
resulta que Julián, atacado de soberbia, se carga a todo bicho viviente, hasta
que, víctima de su ceguera, comete un crimen imperdonable que, ay, estaba ya
anunciado, y las erinias del arrepentimiento lo consiguen hasta que llega al
extremo último de la humildad, un episodio de belleza repulsiva, el del abrazo
con el leproso moribundo. ¿Hay algo más dramático que esto? ¿Es más trágico Herodías?
Lo
cierto es que en La leyenda las escenas ilustrativas, que son
muchas, alcanzan los mejores momentos del relato, sobre todo las de caza,
brillantes y brutales, con una prosa más escurrida que de costumbre (la
apariencia épica), similar en todo caso, y por razones obvias, a la de Bouvard
y Pécuchet:
Una mañana de invierno, salió antes de amanecer, bien
equipado, con una ballesta al hombro y un manojo de flechas en el arzón de la
silla.
Su caballo danés, seguido de dos perros pachones,
caminando al mismo paso, hacía resonar la tierra. Cristalitos de hielo se
pegaban a su capa, soplaba un cierzo violento. Por un lado del horizonte se
hizo un claro; y, en la blancura del crepúsculo, vio unos conejos saltando al
borde de su madriguera. Los dos perros pachones se precipitaron inmediatamente
hacia ellos; y, aquí y allí, en un instante, les partían el espinazo.
Pronto entró en un bosque. En la punta de una rama, un
urogallo entumecido de frío dormía con la cabeza bajo el ala. Julián de un
revés de la espada le segó las dos patas, y, sin recogerlo, siguió su camino.
El nivel de brutalidad crece al mismo ritmo que el de la hermosura, hasta que
aparece el gran ciervo negro que le anuncia su destino. La segunda parte
es un ascenso del héroe sin escrúpulos al encuentro de ese
destino. Para cuando mata a sus padres, la prosa deslumbra, con un solo final
que es como un homenaje de lirismo tétrico, casi de voluptuosidad macabra que
Flaubert se concede a sí mismo:
Ante él estaban su padre y su madre, tendidos de
espaldas, con un agujero en el pecho; y sus rostros, de majestuosa dulzura,
parecían guardar como un eterno secreto. Había salpicaduras y charcos de sangre
en medio de su piel blanca, en las sábanas, en el suelo, a lo largo de un
cristo de marfil colgado en la alcoba. El reflejo escarlata de la vidriera, en
la que ahora pegaba el sol, iluminaba aquellas manchas rojas, y proyectaba
muchas más por todo el aposento. Julián se dirigió hacia los dos muertos
diciéndose, en un deseo de creer que aquello no era posible, que se había
equivocado, que a veces había parecidos inexplicables. Por fin, se agachó
ligeramente para ver muy de cerca al viejo; y vislumbró, entre su párpados
entreabiertos, una pupila apagada que le quemó como fuego. Después pasó al otro
lado de la cama, ocupado por el otro cuerpo, cuyos cabellos blancos tapaban una
parte de la cara. Julián le pasó los dedos por debajo de sus bandós, le levantó
la cabeza; y la sostenía con el extremo de su brazo tenso, mientras que con la
otra mano se alumbraba con el candelabro. Unas gotas que rezumaban del colchón
caían una a una en el suelo.
Julián asciende en su pureza y Flaubert en el camino de perfección prosística.
El despojamiento de Julián, las páginas dedicadas a su soledad en el campo, un
San Francisco del revés, del que los animalillos huyen como de la peste, son de
esos pasajes que, antes de seguir adelante con el sórdido final, uno vuelve a
leer como una pieza de música antigua que nos ha gustado especialmente y que,
muy orteguianamente, no sabemos por qué. Si yo escribiese como Ortega, me
inventaría un largo y florido porqué. Así nos conformaremos con decir que la
prosa reúne la mayor musicalidad posible con el menor número de elementos.
Incluso fluye un poco sincopada, como aquellas anotaciones del Viaje a
Oriente que tanto nos interesaron. Son páginas de claridad extrema. La
prosa, a veces, gira y contrasta, y en ese cambio súbito es como si se
quebrase, una especie de emoción sintáctica que nunca pierde, sin embargo, la
solemne frialdad. Yo creo que es lo único que le faltó a Flaubert, emoción, esa
emoción virgiliana de acariciar las cosas al nombrarlas. Seguramente la
detestaba, y eso que se jactó, cuando publicó estos cuentos, de haber mostrado
su lado mejor y más humano. Menos mal.
Herodías,
en fin, no me ha hecho tanta gracia, y eso que, pese a la suntuosidad
cromática, no acaba de trascender el sarcasmo. Los personajes son grotescos, y
el que más San Juan Bautista, cuyos juramentos contra la adúltera incestuosa
son hilarantes. Son los únicos pasajes que de veras he disfrutado, ese y el de
la descripción de las bodegas cuando llega Vitelio. Lo demás, sobre todo la
primera parte, es un jaleo de nombres, de datos y de parentescos. Nos habíamos
desnudado con San Julián y ahora nos volvemos a vestir de no sé qué
ropajes, unas túnicas brillantes, cubiertas de escamas de oro, llenas de
nombres propios. Por lo demás, la historia bíblica es lo suficiente gore como
para que cualquier versión de orfebrería resulte una salvajada sin demasiado
drama. Los personajes van detrás de sus vestidos, olvidamos fácilmente lo que
dicen. Salvo San Juan, claro, que por su hablar potente no nos parece un
profeta mártir sino un bocazas arrogante y un pesado.
-¡Ah!, eres tú, Jezabel! ¡Tú le has robado el corazón
con el crujido de tu calzado! Relinchabas como una yegua. ¡Has dispuesto tu
tálamo en los montes para llevar a cabo tus sacrificios! El Señor arrancará los
pendientes de tus orejas, tus vestidos de púrpura, tus velos de lino, tus
brazaletes, las ajorcas de tus pies y las pequeñas medialunas que tiemblan
sobre tu frente, tus espejos de plata, tus abanicos de plumas de avestruz, las
alzas de nácar que aumentan tu talla, el orgullo de tus diamantes, los perfumes
de tus cabellos, el esmalte de tus uñas, todos los artificios de tu molicie; ¡y
faltarán guijarros para lapidar a la adúltera!
¡Lo que le faltaba a un coleccionista de palabras, que le dejasen hablar como
un profeta! El prejuicio de Salambó es inevitable. Allí la
narración, la prosa recamada, deja espacio a esas escenas ilustrativas en las
que más brilla el autor, el tempo es lento y la novela, más que leerse, se
contempla, se mira como un cuadro, se recrea. Aquí en Herodías creo
que hay un problema de medida, de aglomeración de datos, a pesar de que todo
transcurra en un día, pero esa primera parte, sobrecargada de historia, escora
un poco la nave, no la deja que navegue con soltura.
Aquí es que le ponemos peros al lucero del alba. ¡Qué más hubiera querido
Huysmans que escribir este cuento!
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