Tras la
pirotecnia programática de El aprendiz deconspirador, y sin renunciar al juego de narradores que allí había
propuesto, Baroja entra en faena con El
escuadrón del Brigante, magnífica novela. No es tan frecuente que Baroja se ocupe del todo narrativo como de un cuadro con marco propio, pero este sí es un buen ejemplo de novela bien armada.
En la primera entrega de las Memorias de un hombre de acción, en aquella conversación entre Aviraneta y Zurbano, cuando don Eugenio se defiende de las pullas amistosas del coronel repasando las veces que luchó por la libertad, Baroja aprovecha para detallar el índice de su proyecto. El primero de esos episodios, entre 1808 y 1811, se centra en el tiempo que Aviraneta estuvo en la partida del cura Merino, a las órdenes de Juan Bustos, El Brigante, un ventero que discutía mucho sobre quién era el verdadero rey y al que los franceses apodaron brigand, bandido. En Baroja los personajes ficticios están siempre sacados de la tierra, como los tubérculos. El Brigante es “un hombre bajo, ancho, forzudo, musculoso, con las espaldas y las manos cuadradas. Tenía el color tostado, la cabeza grande, huesuda; la cara algo picada de viruelas, las facciones nobles, las cejas cerdosa y salientes, y los ojos hundidos, grises, con un brillo de acero…”
En la primera entrega de las Memorias de un hombre de acción, en aquella conversación entre Aviraneta y Zurbano, cuando don Eugenio se defiende de las pullas amistosas del coronel repasando las veces que luchó por la libertad, Baroja aprovecha para detallar el índice de su proyecto. El primero de esos episodios, entre 1808 y 1811, se centra en el tiempo que Aviraneta estuvo en la partida del cura Merino, a las órdenes de Juan Bustos, El Brigante, un ventero que discutía mucho sobre quién era el verdadero rey y al que los franceses apodaron brigand, bandido. En Baroja los personajes ficticios están siempre sacados de la tierra, como los tubérculos. El Brigante es “un hombre bajo, ancho, forzudo, musculoso, con las espaldas y las manos cuadradas. Tenía el color tostado, la cabeza grande, huesuda; la cara algo picada de viruelas, las facciones nobles, las cejas cerdosa y salientes, y los ojos hundidos, grises, con un brillo de acero…”
Pero en este caso merece
la pena comparar la descripción de este personaje de ficción con la que, casi
al final de la novela, Baroja da de Juan Martín El Empecinado: “Era un hombre
todavía joven, fornido, de pelo negro y color atezado, tipo de cavador de viña,
los labios gruesos, el bigote a la rusa, unido a las patillas, la cara de
hombre tosco y bravío…”, de quien sobre todo llamaban la atención “los ojos, ojos
fijos, brillantes, huraños, y las manos, por lo cuadradas y por lo terriblemente
fuertes”.
Sí,
el Brigante es la versión popular, aún más popular, de El Empecinado. Y resulta
comprensible: Baroja no podía empezar la serie, después de la primera novela
prólogo, emulando directamente a Galdós. Así que, en vez de escribir la
hagiografía del Empecinado, el guerrillero bueno, lo convirtió en un ausente
admirable, representado en la novela por el Brigante, algo así como su
mariscal. Enfrente, muy enfrente, el guerrillero malo, el cura Merino,
mirándolo todo desde su escondrijo. El Empecinado se limita a un cameo, pero el
cura Merino, aunque no aparezca siempre, nos vigila. Baroja no tiene más que
describir al Brigante para mostrar sus simpatías ideológicas, más bien
antropológicas. El Brigante es gente del pueblo, pero no es el pueblo, como queda claro en las tres
distintas intentonas de Aviraneta para que el escuadrón deserte del mando del
cura.
De
modo que es el cura el personaje secundario que asoma en toda la novela, siempre
lejos de la primera fila de la narración, como una sombra oscura. Baroja no podía
hacerlo protagonista absoluto para que no le ocurriese lo mismo que a su héroe,
que muchos años después todavía despertaba suspicacias por haber estado a las
órdenes de un salvaje como el cura Merino, “egoísta y brutal”, cuya aparición
retarda Baroja más o menos como hizo con el propio Aviraneta en El aprendiz de conspirador. Eso sí, cuando
aparece, Baroja saca el vade retro:
Su manera de ser la constituía una mezcla de
fanatismo, de barbarie, de ferocidad y de astucia. Era, en el fondo, el
campesino, tal como suele ser en todas partes cuando las circunstancias
desarrollan en él los instintos de lucha.
El campesino produce el
guerrillero, y este se suele desdoblar en dos tipos: el tipo generoso,
comprensivo, que llega a perder su carácter de hombre de campo: Mina, el Empecinado,
Zurbano, y el tipo sórdido, intransigente, invariable: Merino.
En este juicio implacable, en el que
Aviraneta y Baroja, más que nunca, son todo uno, el carácter del cura se
manifiesta igual en sus rasgos desagradables que en su manera de guerrear: “Las
disposiciones de Merino tenían el carácter que a todo lo suyo imprimía el cura.
Con aquella colocación de fuerzas se podían hacer muchas bajas al enemigo y
retirarse con facilidad y rapidez, pero no se podía vencer”.
De todas formas, las impresiones que le
quedan a Baroja de la guerrilla, de cualquier guerrillero, después de ver de lo
que son capaces cuando está permitido matar, son bastante descarnadas:
Para un hombre joven y lleno de entusiasmo
se comprende el encanto de esta vida salvaje del guerrillero, que es la misma
que la del salteador de caminos.
El ser guerrillero es, moralmente, una
ganga; es como ser bandido con permiso, como ser libertino a sueldo y con bula
del Papa.
Guerrear, robar, dedicarse a la rapiña y al
pillaje, preparar emboscadas y sorpresas, tomar un pueblo, saquearlo, no es
seguramente una ocupación muy moral, pero sí muy divertida.
Merino le sirve a Baroja para soltar
lastre ideológico, pero también, sobre todo, y esto es lo que hace de El escuadrón del Brigante una buena
novela, para estructurar
el relato. Esas tres veces que Aviraneta intenta desertar del cura para unirse
al Empecinado marcan otros tantos tramos narrativos, y en todas ellas Baroja
aprovecha para dejar, además de un lance romántico, folletinesco, un buen puñado
de desengaños. La persecución del coronel Bremond, la delación de Perfecto
Sánchez en una escena de taberna que nos suena a Los tres mosqueteros, el encarcelamiento de Aviraneta (en una casa,
por cierto, que responde a la Itzea en ruinas que compró Baroja), incluso
historias de tremendismo calderoniano como la del Tobalos, narrada por un cura fugaz,
o la más cervantinas de Fernando, son la argamasa literaria sobre la que Baroja
levanta su mampostería histórica. La gran tentación de un escritor de novela
histórica es dejarse llevar por lo que tiene de histórica y olvidar su condición
de novela. Eso, aquí, a Baroja no le pasa nunca. Cuando describe al monstruo
Dorsenne, el amante de la simetría que mandaba matar aldeanos para que los tres
patíbulos que se veían desde su ventana estuvieran proporcionados, no nos
abruma con datos de manual. Los demasiado conocidos en esta novela solo se
asoman, como si estuviera dicho todo sobre ellos, aunque a veces, como en el caso del Abate Marchena, a Baroja le da para un ejercicio de esperpentismo.
No,
a Baroja le inspira más la gente corriente. Al contrario que en la entrega anterior,
Leguía se asoma solo en el marco y el grueso de la narración corre a cargo de
Aviraneta, salvo en la estupenda sorpresa final, la narración de Ganish, donde
se nos cuenta todo lo que Aviraneta no contó, sobre todo cosas de mujeres. Esas
mujeres (tres, cada una de una clase social) aquí perfuman el relato y luego cobran
protagonismo en la narración de Ganish. El procedimiento lo volverá a emplear,
por ejemplo, en El amor, el dandismo y la intriga, donde las tres mujeres desempeñan el papel estructural que aquí hacen
los tres intentos de deserción. Pero son las tres mujeres de Baroja: la marquesa
divertida, su clásica marquesa de Villavieja, en este caso de Monte-Hermoso; la
mujer, digamos, de clase media, firme y sensible como es Fermina, en la que se
resume una escena de alto realismo entre mujeres que han decidido tener marido
y hombres que no quieren comprometerse; y, en fin, La Riojana, pueblo noble y
sanguinario, con un corazón como el de un ternero y una lengua como una dalla,
y una mano que cuando coge un cuchillo es capaz de saltarse las mínimas normas
de piedad militar.
Pero
la sorpresa, el personaje barojiano hábilmente distribuido en la narración que
se ocupa del estupendo final es Ganish, el componente vasco que encontraremos
al final de la serie, por ejemplo en la estupenda Las figuas de cera, en el navarro Chipitegui, y su tono contrasta
con el de Aviraneta igual que el de Ichaso contrastaba con el de Shanti. Da la
sensación de que, tras el arranque fogoso, en esta segunda novela Baroja retoma
las proporciones y las estrategias narrativas de Shanti Andía. Ganish desmitifica a Aviraneta, cuenta con desvergüenza
popular sus intimidades. Baroja finge un intento de reproducir la extraña
lengua de Ganish, ese castellano trufado de vasco y de francés, pero enseguida
se deja de manierismos y se constituye en portavoz, mejor que en ventrílocuo.
El Baroja caústico que tampoco creía tanto en heroísmos ni libertades juzga los
hechos con la mirada sabia de un aldeano extravagante que narra magníficamente
el duelo a sablazos entre Aviraneta y el soldado Müller. Qué bien está
Aviraneta cuando limpia tranquilamente la espada con unas hierbas, se encoge de
hombros y dice que lo ha matado porque no había más remedio, igual que, cuando
termina el episodio de Hontoria, se limita a constatar: “Tenía el uniforme lleno
de sangre y de trozos de cerebro que me habían saltado, y mi sable parecía la cuchilla
ensangrentada de un carnicero”.
Por si le faltase algún hilván
narrativo, Baroja coloca al principio a la prometedora marquesa de
Monte-Hermoso y a su hijo, Ignacio Arteaga, que cerrará el relato cuando sea
secuestrado (y protagonizará la primera entrega de Los caminos del mundo). Y, a modo de ribete cervantino, aparece un
Martinillo, el corneta, muchacho del pueblo, víctima final de la brutalidad de
unos y de otros, antes y después del centro narrativo de la novela, el episodio
de Hontoria.
Porque lo que nos cuenta aquí
Aviraneta es la batalla de las Termópilas. En este tipo de novelas, y después
de leer La batalla de los Arapiles no
debían de quedarle muchas dudas a Baroja, lo importante es la guerra, el cuadro
de tema. Los episodios de secuestros y liberaciones, varios en esta novela, son
secuencias de guerra latente, pero el narrador de novelas históricas llega un
capítulo en que tiene que pintar una batalla. Aquí el gran episodio épico es la
emboscada de Hontoria, narrada con ácida brillantez, fuerte y cruda, y con el
tono épico reglamentario que más adelante desacreditará Ganish en su narración.
Es allí cuando el Brigante “parecía un energúmeno, uno de esos monstruos exterminadores
del Apocalipsis. Su mano fuerte blandía colérica el sable corvo y pesado, y el
acero de su hoja se teñía en sangre roja y negra como el cuerno afilado de un
toro en la plaza”, y en el que Aviraneta, que se lanza como el príncipe Andrei
de Guerra y paz contra las tropas
enemigas (es solo un momento), “tenía la impresión de ser una bala, una cosa
que marchaba por el aire”.
Uno disfruta los fragmentos épicos.
Están llenos de hermosos adjetivos, nombran sentimientos nobles, no esconden la
sangre ni los caballos muertos, ni le ponen sordina a los estertores de la
muerte ni disimulan el aroma de la sangre. Uno disfruta, en general, de la
novela entera, de cómo Baroja cuidó las proporciones y la estructura y los
diferentes tonos. Si comparamos esa batalla feroz con la narración del cura
sobre el Tobalos, vemos dos piezas maestras de dos géneros diferentes escritas
con el mismo estilo, y en el caso de la estructura, de la carpintería, El escuadrón del Brigante es un ejemplo
de novela redonda, dicho sea en el sentido en que el propio Baroja lo dijo de El árbol de la ciencia.
Si lo comparamos con Camino de perfección o con El laberinto de las sirenas, las
descripciones son escasas, algo que también conviene al género e incluso al título
de lo que Baroja está componiendo. La del desfiladero de Hontoria y la de Salas
de los infantes, no obstante, son cumplidas y genuinas, pero si quiero rescatar
un fragmento descriptivo de esta novela prefiero copiar la espléndida descripción
de un caballo de labor, el caballo del cura Merino.
Después
de la sorpresa de Quintana, Merino, a quien habían nombrado coronel efectivo,
comenzó a lucir unos magníficos caballos.
El mejor
que montó durante toda la guerra fue uno a quien bautizó por el Tordo.
El Tordo
lo montaba el coronel francés del convoy muerto en el combate de Quintana. Era
un caballo normando, de color ceniciento, de gran alzada, ancho de pecho, los
pies y los brazos gruesos como columnas, y el pelo poblado y crecido, de media
cuarta, tanto, que había que esquilarle en invierno, principalmente por los
lodos.
Era un
caballazo tosco, mal configurado y poco esbelto; parecía uno de esos
percherones de los carros de mudanza.
Durante
la pelea con los franceses entre Torquemada y Quintana de la Puente lo pudo contemplar
Merino y ver su resistencia y su fuerza.
Cuando
se lo mostraron después de la refriega decidió guardarlo para él. La cosa hizo
reír a los oficiales y se hicieron chistes acerca del caballo, a quien unos
llamaron Clavileño y otros Rocinante. Pronto se vio que los burlones estaban en
un gran error.
El Tordo
era muy manso; pero luego que se le ponía la silla y se montaba el jinete, se
deshacía en movimientos y brincos.
Se le
veía siempre deseando marchar.
Trotaba
magníficamente y andaba a media rienda con frecuencia, cosa que gustaba mucho a
Merino.
En la
carrera, ningún otro caballo de la partida le superaba, y menos aún por entre
montes y peñascales.
A pesar
de su aspecto tosco, tenía las habilidades de un caballo de circo. Se paraba a
la voz del amo, quedaba quieto como un poste, y el jinete podía apuntar con la
misma seguridad que si estuviera en el suelo.
Para
hacerle andar no se necesitaba ni la espuela ni el látigo; bastaba un ligero
movimiento de la brida y animarle con la voz para que rompiese al trote.
En las
embestidas del ataque parecía un caballo apocalíptico; no sólo no le asustaba
el estruendo de los fusilazos, la gritería de los combatientes y el ruido de
los sables, sino que, por el contrario, le excitaba y le hacía dar saltos y
cabriolas.
Casi
todos los días, después de haber andado ocho o nueve leguas, a media rienda, el
asistente le quitaba la silla, y si había río o alberca en la proximidad le dejaba
meterse en el agua.
Esto era
lo que más le gustaba. Después del baño iba a la cuadra dando saltos y
relinchando, y con un hambre tal, que si le echaban dos o tres celemines de
cebada, aunque fuera sin paja, se los tragaba al momento, y lo mismo comía
habas secas, patatas o zanahorias.
Los días
de gran caminata, su amo mandaba darle una gran hogaza de pan con un azumbre de
vino.
El cura
comprendía el valor del Tordo en un momento de peligro, y no dejaba que lo montase
nadie. Cuando entraba en acción hacía que el asistente lo llevara a su lado con
silla y brida, por si venían mal dadas salvarse el primero.
Merino
conservó el animal hasta después de la guerra, en que murió de viejo.
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