Ahora, entre que el otoño parece que
resucita y que Flaubert me estaba empezando a cansar, retomo aquellas lecturas,
pero como aperitivo he leído la Semblanza
de Pío Baroja que en 2011 se publicó en la desigual pero interesante
colección de Ediciones 98. Claro que la podía haber leído en la edición
original de 1961, cuando este precioso texto encabezaba los dos volúmenes que
preparó Fernando Baeza con el título de Baroja
y su mundo, nada de lo cual, por cierto, se menciona en los nutridos
créditos de esta Semblanza. No es la
primera vez que detecto que se escamotean papeletas bibliográficas para colar textos
antiguos como si fuesen poco menos que inéditos, y en todas ellas, troceando y
multiplicando la obra de Julio Caro y de Pío Baroja, andaba por medio Pío Caro.
Mainer se quejaba de algo parecido. Esos dos tomos de Baroja y su mundo, por ejemplo, sí merecen una buena reedición, y
no que se vayan volviendo a publicar el libritos de letra gorda, seguramente
más rentables. Este se completa con una casi docena de cartas que se cruzaron tío
y sobrino y en las que aparece Carmen Baroja,
madre de Julio y hermana de Pío, e incluso, con una caligrafía deliciosa, Carmen Nessi, abuela y madre
respectivamente. Si, la impresión de que en esa familia anduvieron todos
siempre juntos es inevitable cada vez que se quiere situar la circunstancia de
cualquiera de ellos.
El libro tiene otro interés añadido.
En ese mismo tono, con esa misma prosa clara, delicada, sin el menor adorno,
escribiría Julio Caro diez años después Los
Baroja, un libro fundamental en mi vida de lector y un modelo permanente de
escritura.
Caro Baroja siempre es el mejor anfitrión para volver a casa de don Pío. Solo los textos que redactó para las solapas de las novelas en la
benemérita edición de Caro Raggio ya componen una guía esencial de su obra,
que Pío Caro aprovechó en su muy útil Guía
de Pío Baroja. Don Julio dedicó muchas páginas a meterse con quienes
practicaban el maximalismo al hablar de su tío, para bien o para mal, y aquí no
tan crudamente como en Los Baroja. La
anécdota de Rodríguez Moñino, que escribió una nota de protesta por no dejarle
velar el cadáver de don Pío, aquí todavía no se cuenta, ni se usa el tono un
tanto amargo que luego usó para narrar las visitas de Ernest Hemingway e
incluso de Cela. Pero sí habla con claridad de sus desencuentros (y reencuentros) con
Ortega, un asunto que aquí nos interesa más porque cuando Caro tenía “doce o
trece años”, es decir, en 1926, ya no se veían, lo que quiere decir que en su
visita conjunta a Teruel de 1922 su amistad bien pudiera estar quebrándose.
En
estas páginas es quizá donde más concentradamente Julio Caro trata de hacerlo
ver como un hombre íntegro, entre solitario y sociable, respetuoso y
disolvente, más atento a las historias mínimas, a la épica de los débiles, que
a las pompas y los aparatos, más aficionado a Regoyos que a Zuloaga, y siempre amigo
de un cinismo que “cubre una sensibilidad excesivamente vulnerable”. Y lo hace,
don Julio, con la misma sinceridad que le lleva a sospechar ciertos celos de
Pío hacia su hermano Ricardo, unidos al reproche de haber despilfarrado su
enorme talento (gran verdad), o fijar en 1934, en Las
noches del Buen Retiro, el último esplendor de Pío Baroja.
Sí,
es muy notorio aquel declive. Pero, como dice aquí el sobrino, en toda su
producción posterior siempre hay algo interesante, y si El cura de Monleón no es “quizá su mejor novela”, como dijo un
entusiasta Azorín, tampoco es uno de esos libros que el autor podría haberse
ahorrado. Volveremos a él dentro de poco. Ahora, ya metidos en harina, no sé si
retomar aquella lectura de Los últimos
románticos o terminar las novelas que me faltan de las Memorias de un hombre de acción. La prosa de Julio Caro me ha puesto
un blando sillón para que prosiga mi aventura barojiana.
Julio Caro
Baroja, Semblanza de Pío Baroja,
Ediciones 98, Madrid, 2011
Julio Caro
Baroja, ‘Recuerdos’, Baroja y su mundo,
Madrid, 1961, I, 35-73.
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