8.10.14

Tres historias de santos, 1


La célebre, mitificada parsimonia de Flaubert dio a luz estos Tres cuentos al final de su carrera. Los biógrafos hablan de que los escribió a una velocidad inusitada, hasta el extremo de que Herodías, el tercero de los cuentos, tan solo le costó tres meses de arduo y constante trabajo, un abrir y cerrar de ojos, un suspiro, una página cada tres días, es decir, unas trece líneas al día. “Yo escribo cada día de cero a quince líneas”, dijo una vez García Márquez, y luego hablaremos de García Márquez, que aún tiene más cosas que decir en este asunto. Las cuentas, desde luego, no pueden ser así, o solo en la fase de la elocutio. Ignoro si Flaubert escribía versiones sucesivas, si construía poco a poco… No sé; lo único que sí sé es que yo sería incapaz de escribir así. Yo me agarro al flujo, y cuando el todo, sea de la extensión que sea, me sale mal, lo tiro. Siempre he sido un entusiasta de Stendhal dictando con las manos en la espalda La Cartuja de Parma durante un mes y medio agotador, del Galdós que aprovecha unos días de descanso en el Cantábrico para escribir una novela de trescientas páginas. No estoy hablando de feracidad sino de actividad. Para los dos la creación de la novela era un solo acto, obsesivo, incontrolable, tumultuoso. Un verdadero parto. En el fondo a estos autores les resultaba difícil convivir con su imaginación, no estaban seguros de no cansarse de ella, de no secar la fuente cuando se hubiese convertido en rutinaria. Parir es deshacerse de lo que llevas dentro, expulsarlo, arrojarlo, y ese acto exige un esfuerzo añadido, una tensión que no puede durar demasiado. Flaubert pasaba años con la misma historia. Podía pasarse lustros creyendo en la misma idea, cada mañana, cuando se sentaba en la mesa camilla y abría sus librotes con los ojos entornados. Emma Bovary salía a dar un breve paseo y tres semanas después aún no había abandonado el jardín. Es eso lo que me fascina.
            Esa fascinación, además tan agradable, se concentra -a veces, para mi gusto, un poco demasiado (en la primera parte de Herodías sobre todo)- en este epítome de su obra entera que además le sirvió de descanso del ímprobo trabajo de Bouvard y Pécuchet. Es epítome no solo por la salsa concentrada sino porque cada cuento se remite a una parte de su obra: Un corazón sensible rescata a la Felicité de Madame Bovary; La leyenda de San Julián hospitalario camina por los andurriales líricos de la Edad Media, como en Las tentaciones de San Antonio, y Herodías bebe de las mismas cráteras que Salambó.
            Los tres son vidas de santos, hagiografía lírica, con un punto de irreverencia, ese cinismo tan discreto, ese sarcasmo tan fino que deja Flaubert como quien deja en la iglesia un rastro de perfume voluptuoso. El caso del loro es paradigmático, y la dificultad del cuento estriba en que nos parezca que un desenlace tan disparatado resulte del todo natural, porque, tratándose de Felicité, “para almas semejantes lo sobrenatural es totalmente sencillo”.
Quizá sea el argumento de Un corazón sensible, en parte por su dificultad, el que más me atraiga. No se trata de un converso paulino que por fin ve la luz y encuentra a Dios en el arrepentimiento, ni un bocazas peligroso que parece que va pidiendo a gritos el martirio, como es el San Juan Bautista de Herodías, sino una mujer que es solo y constantemente buena, que no se convierte a nada porque nunca deja de tener los mismos inmaculados sentimientos. Se va agarrando a las tablas del naufragio con la misma fe con que se arrodillaba en los reclinatorios de palisandro, cura el sufrimiento con más bondad, con más santidad, hasta que su pureza logra recompensa y aparece el Espíritu Santo pintado de verde.
El interés argumental es el mismo que me pudo atraer en Rompiendo las olas, por ejemplo, la última película de Lars Von Trier que me gustó de verdad. El hecho de que no haya reveses argumentales, giros dramáticos o cambios de actitud, de que todo sea un constante y creciente ser lo mismo, era lo que más aire místico le daba. El camino de perfección no tiene vuelta atrás, y ese continuum es muy difícil de mantener. Es la vida entera de Felicité lo que se nos cuenta, en unas pocas páginas, como si lo anodino de su existencia fuera en realidad la esencia de su alma blanconievil.
Porque, a fin de cuentas, ¿cuál de los otros personajes fue feliz? No la señora Aubain, que lleva en el pecado la penitencia, sobre todo en el de ser ella también un loro (“¡Felicité!, ¡la puerta!, ¡la puerta!”); ni tampoco los niños, que o se mueren de repente, sean pobres o sean ricos, o les dan a sus padres quebraderos de cabeza, como ese Paul tras el que se esconde, parece, el propio Flaubert. Felicité es como Sinnin, aquel crédulo que acababa conquistando el cielo en el cuento de Rionosuke Akutagawe. Felicité llega a la santidad por la inocencia, y el cuento parece que tiene sus notas de astucia estoica: los inocentes, en fin, sufren menos, y los resignados a una cómoda humildad, también.
El toque macabro (que otras veces, no sé por qué, llamamos naturalista) de Flaubert tiene reservada una vitrina en cada cuento. Aquí no es solo el loro muerto, disecado y vuelto a morir, ese momento en el que el polvo se come las plumas y asoman los alambres de las entrañas; también es la niña (“la cara se le había puesto amarilla, los labios azules, la nariz se afinaba, los ojos se hundían”), pero sobre todo ese éxtasis final de blanco fúnebre, tan perfecto:

Un vapor azul subió hasta la habitación de Félicité. Ella acercó las aletas de la nariz aspirándolo con una sensualidad mística, después cerró los párpados. Sus labios sonreían. Los latidos de su corazón fueron disminuyendo uno a uno, cada vez más flojos, más suaves, como una fuente que se agota, como un eco que se aleja; y cuando exhaló el último suspiro, creyó ver en los cielos entreabiertos un loro gigantesco volando por encima de su cabeza.

En francés dice así:

Une vapeur d'azur monta dans la chambre de Félicité. Elle avança les narines, en la humant avec une sensualite mystique; puis ferma les paupières. Ses lèvres souriaient. Les mouvements de son cœur se ralentirent un à un, plus vagues chaque fois, plus doux, comme une fontaine s'épuise, comme un écho disparait; et, quand elle exhala son dernier souffle, elle crut voir, dans les cieux entr'ouverts, un perroquet gigantesque, planant au-dessus de sa tête.

            La traducción, no sé por qué, no recoge las últimas comas, tan importantes, no solo para conservar la musicalidad del original sino para aislar el florón grutesco que lo sella, un perroquet gigantesque, un loro gigantesco, un manchurrón de plumas en mitad de la muerte apacible. ¿Una broma?, ¿Un in cauda venenum? Flaubert decía que no, y es posible, pero sucede que, cuando ciertas bromas evidentes son dichas en serio, lo que se respira es ese aire enfermizo que en cierto modo recorre todo el cuento, en este caso el que despide su autor.

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