20.11.19

Ailanto


De este año no pasa. He descubierto una combinación de venenos para matar las raíces de los ailantos. En el extremo suroeste del jardín se ha formado un bosquecillo de esos hierbajos leñosos de hasta diez metros de altura que en mala hora se me ocurrió plantar. Pagué la prisa y la soberbia. Hay un personaje de Evelyn Waugh, no recuerdo en qué novela, que regresa a un hogar y cuando ve el añoso roble de la entrada recuerda cuando era niño y lo plantó con su padre, pero también cobra conciencia de que su vida había dado todo lo que tenía que dar.
Mi pecado consistió en buscar la sombra rápida. Planté unos castaños de Indias y el hombre que me los regaló me dio cuatro ejemplares de otra clase de castaño que crecía como la espuma. Eran ailantos. Dos ya los talé hace años y casi es una costumbre pasear alrededor de los tocones y arrancar brotes nuevos del árbol pestífero. Solo tiene dos ventajas, que da mucha sombra en verano y que en invierno no quita el sol. El resto son inconvenientes: más que colonizar, avasalla, altera la tierra en la que crecen las demás especies, se propaga de todas las formas posibles y tiene un olor fétido, como a cochinilla rancia. 
Solo quedan dos, el padre del bosquecillo, más bien la madre, cuajada de semillas que el aire y el agua van extendiendo a velocidad de plaga, y otro que talé hace meses pero le queda la inyección letal. Quería que fuesen añosos en cuatro días. Quería un falso vestigio, un rincón de sombra rápida y barata. Incluso, entre las justificaciones de quien ha decidido saltarse la lógica, me decía que era sombra humilde, de terraplén, de carretera, de solar vacío, un árbol oriental, elegante, ailantus altissima, que no necesita que nadie lo cuide y sobrevive en los sitios que nadie quiere.
Según mis cálculos, todavía estoy a tiempo, si los compro talludos, de ver unos cuantos nogales más, que es el árbol que aquí se cría, orilla del río y las acequias, como los dos que con mucha aplicación y desde hace más de diez años cuido para que su sombra densa mitigue las tardes de agosto en los veranos de la vejez extrema, cuando alguien empuje una silla de ruedas y me deje aparcado debajo del árbol que planté.

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