9.11.19

Huerto


Esta mañana he visto la primera rosada sobre los campos de calabaza. Los mastines, que son un termómetro fiable, han pasado la noche a resguardo, más por el súbito descenso de temperaturas que porque realmente tuviesen frío. Tenía que desmantelar unos cajones de cultivo porque el lunes me traen una carga de tierra fértil para el huerto. No es que este terreno sea improductivo, al contrario, pero drena en exceso, y sus componentes calcáreo y arcilloso enseguida lo apelmazan. Aparte de una franja que siempre se cultivó y cuya tierra, expurgada de piedras, tiene un color más orgánico y oscuro, en el resto, allá donde caves te sale la misma zahorra pedregosa. Antiguamente todo esto era un barranco interrumpido por bancales más bien estrechos, y ampliar las terrazas tuvo como contrapartida que las nuevas tablas surgiesen de un subsuelo árido. Las distintas obras iban exterminando el verde y apisonando el suelo, y después de aquellos traumas triunfaron los hierbajos más duros.
 Año tras año voy reconquistando espacio, como un colono de su propio jardín. La parcela que quiero limpiar antes del lunes ya ha dado varias cosechas aceptables, pero le quedan años de abono antes de alcanzar el grado de feracidad que uno quisiera ver desde la ventana. Es un trabajo de desmantelamiento de algo que costó bastante esfuerzo, porque los dos bancales de 10 x 1,5 metros fueron cavados por mi mano, sesenta centímetros de fosa para que la tierra se esponjara y creciera unos 20 centímetros por encima de su nivel anterior. Cada año la he cavado con un palanquín después de echarle buen recado de abono para que recuperara su altura. 
 Trabajar en el campo implica grandes esfuerzos para construir lo que dentro de poco tiempo será destruido. Incluso los muros que creíamos eternos se corroen y pandean y tarde o temprano hay que sustituirlos por cemento armado, cuya destrucción ya no es tan probable que contemplemos. Eché unas cuantas horas de pico y pala, como el sepulturero de un héroe troyano, y me las arreglé para traer los tablones de pino gallego y las varillas de hierro con que sujetarlos, el primer año parecía una plantación profesional, todo reluciente y bien nivelado, la tierra negra de abono y sin piedras, que aún yacen amontonadas cerca del manzano, bajo un lecho de madreselva que hoy también habrá que desbrozar.

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