23.11.19

Viento, 3


Un viento arrasador ha deshojado la noguera grande y los pocos chopos que aún bailaban sus hojillas en lo alto, ha barrido las nubes que estuvieron descargando por la noche y ahora queda un cielo limpio, de brillos metálicos, y un sol que deslumbra y acaricia. De las catalpas, por supuesto, no quedan más que sus esqueletos, pero los membrillos siguen como a principios de octubre, verdes y sin frutos. Igual que a los mastines se les va cayendo a rodales el pelo del invierno y hay unas semanas a final de primavera que parecen tiñosos, el jardín es otoñal por partes e invernizo a corros, en transición desabrida. No hay armonía en la decadencia: junto al nogal pelado, un viejo chopo con cicatrices de incendio mantiene bastantes hojas, y delante, sorprendentemente, el viento aún no ha podido con algunas hojas todavía verdes de los cerezos, y por supuesto los árboles de pepita siguen a su aire. Ese paisaje asimétrico, lleno de vacíos, ondulante, también tiene su punto japonés. Ya escribimos una vez sobre el valor del ma, el espacio vacío que necesita cualquier composición y que «sirve para dar sentido a todo lo que está ocupado y a todo lo que sucede». No hay movimiento sin ese vacío, y el desconcierto o la incomodidad de un paisaje tan despeluchado como el de hoy en realidad proviene de esa sensación de cambio, de situación a medio hacer que puede quedarse empantanada. Y no es extraño, por eso, que el viento desequilibre a veces a quienes lo padecen, los que viven en estepas llenas de molinos, en cabos con vientos encontrados… El cierzo convierte la vida en algo tan imprevisible como tedioso en lo que solo importa llegar otra vez a alguna situación estable, la que sea. Nos volvemos de espaldas a nuestro camino hasta que el viento deje de volar sombreros y darles la vuelta a los paraguas, nos refugiamos en nosotros mismos con posturas forzadas hasta que nuestra voz vuelva a ser audible. Tratamos de obviarlo, pero permanece como una matraca que no se atuviese a ningún reloj.
A las seis y media ya oscurece. Llega la calma. Al viento de ráfagas violentas le sucede el rumor de la noche, también de invierno, en el que se mezclan los ladridos algo lejanos de los mastines con el crepitar de los tarugos en la chimenea. 

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