1.11.19

Niebla


Han llegado las primeras nieblas. Esta mañana flotaba una densa bruma por encima de la vega. Durante un par de horas el aire era húmedo y gris azulado, corrían los mastines hacia la verja de entrada por el rumor de un paseante por el camino de arriba y los veía perderse en el manto blanquecino y localizarlos después por las bocanadas de más densa niebla que exhalaban.
Luego, poco a poco, la niebla se ha ido disipando. Mañanicas de niebla, tardes de paseo. A las once ya lucía un sol más bajo, menos agresivo, que a estas horas ilumina las obras completas de Tito Livio en la pared del fondo de mi estudio. Durante todo el verano se han mantenido en una prudente sombra, protegidas del ardor del sol por el alero. Ahora el sol empieza a entrar, y con él el otoño. Las hojas de la yedra del Japón que trepa por la fachada solo amarillean por los bordes, y el verde de la hoja es el más oscuro, recio, como acartonado. Hará unos cinco años que la planté y ya ha anegado aproximadamente un tercio de la fachada sur y la mitad de la fachada oeste. En veinte años, si no se seca antes, es previsible que cubra la casa entera. Con esta luz menos agresiva empiezo a distinguir mejor sus nervaduras y el lento cambiar del verde al ocre y del ocre al rojo, antes de que caigan tintadas en color vino, que no ha hecho más que empezar. Las parras vírgenes, que llevan ya plantadas medio siglo, hace tiempo que se deshojaron, casi el mismo día que llegó el otoño. Es posible que el día que se pongan rojas sin acabar el verano sea su último año de vida. 
Las nieblas me llevan lejos. Me veía por la mañana, hace por lo menos cuarenta y cinco años, caminando en pantalón corto hacia la escuela, igual que voy ahora como profesor maduro, pronto ya, ojalá, con su chaquetón Barbour, su gorra Stetson y su pantalón de pana, entonces y ahora surcando la niebla como si la realidad pudiera darme una sorpresa. Esas nieblas sí eran infantiles, pero esta luz es siempre nueva. La luz hurtada a los alumnos en la escuela. ¡Mirar la luz! La luz de las mañanas de la infancia es siempre el sol primero del verano, la promesa de la aventura. Del otoño, lamentablemente, solo recordamos el atardecer.

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