21.12.20

El rey del paralelo


Leer, cada domingo, una columna de Manuel Vicent es como ponerse debajo de la oreja una gotita de perfume caro. Leer, de vez en cuando, una novela de Manuel Vicent es como vaciarse en la cabeza el bote de colonia. Lo que en el periódico suele ser un texto perfecto, en libro ronda el empalago. Llevo muchos años usando sus columnas para explicar a los alumnos qué es la ironía, cómo suenan las palabras, qué efecto literario produce juntar una cucharadita de caviar con un plato de callos, cómo se arma una columna sin necesidad de recurrir a las muletas textuales, o cómo se avanza sin plan previo a partir de una comparación, eso que en los manuales suele llamarse estructura en paralelo. Casi lo tengo por compañero de trabajo, como el proveedor de mis macedonias académicas, y lo he leído bastante más allá de sus columnas. Desde Balada de Caín hasta La novia de Matisse creo que he leído todas sus novelas, incluida, por supuesto, su columnata A favor del placer y el libro suyo que quizás prefiera, Contraparaíso, al que tengo muy arriba en la estantería de libros sobre la propia infancia, un género que frecuento. 
Pero con el nuevo siglo lo dejé. Hasta ahora. La novia de Matisse ya la recuerdo como ese frasco empalagoso, pero no de Chanel sino de Álvarez Gómez. Me pareció, entonces, un método agotado, y eso que lo había disfrutado mucho en los 90, el que consiste en tirar de aquí y de allá, mezclar unos cuantos referentes culturalistas e ir tejiéndolos a base de columnas dominicales, con alguna anécdota graciosa y demasiado severo juicio sobre lo que en realidad admira el autor, las altas instancias culturales. Era ese dandismo de raíz umbraliana que miraba solemne e impasible sus propias frases, un hieratismo postizo que no buscaba más que deslumbrar. Digamos que renegué del conformismo estético, el que finge estar de vuelta de todo y por eso se contenta con frases brillantes, cínicas y lapidarias, para soltarlas en una tertulia del Café Gijón como aquel que suelta un as de oros sin inmutarse. 

A esa brillantez de la palabra oída, colocada en el sitio donde mejor suena, Vicent añadió algo que viene de Cela (y antes de Gutiérrez Solana), eso que Umbral llamaba prosa macho, y que viene a ser la barbaridad dicha sin pestañear en el mejor castellano posible, la rehabilitación de palabras grasientas en entornos en los que resultan hermosas y naturales. Cela hacía cosas raras, entre ellas fundar la editorial Alfaguara y darle su primera oportunidad a un muchacho valenciano que había escrito Pascua y naranjas. Sin embargo (quizá porque yo no estaba muy al tanto) en la época de la lapidación de Cela y el silencio absoluto que siguió a su muerte no solían reconocerse sus legados, por ejemplo el de esculpir una prosa oral en las que las palabras brillaban con toda su potencia y sencillez. Aquí Vicent lo saca una vez a pasear y solo menciona sus «animaladas». Pero Cela era más lacónico, más de sonrisa torcida. Vicent fue otro de los escritores colonizados, de un modo u otro, por las melodías de García Márquez, esa costumbre de partir las frases en tres tramos, el primero con alguna subordinada, el segundo solemne y sonoro, y el tercero un desparrame de palabras bonitas, con frecuencia terminadas en consonante tónica, para mayor empaque. Vicent quitó la coma que García Márquez pone delante de la última y, pero el mecanismo era y veo que sigue siendo el mismo, y que en el caso de Vicent se ha moderado un poco la alopecia de comas con las que la prosa cogía velocidad antes de acabar en una frase corta y despiadada, regodeada.

Es su estilo, y lo hace divinamente. Vicent ha incorporado a la prosa española las palabras que proceden de los cinco sentidos, sobre todo el gusto y el olor. A veces cansa un poco en las columnas con sus poemas al aceite de oliva, pero no ha perdido, y menos en esta novela, el gusto por las frutas y verduras, los escabeches y las mandarinas, los olores a cloaca y azahar, sobre todo teniendo en cuenta que la acción está situada (mejor dicho que transcurre) en la Valencia luminosa de su infancia y juventud y en el Madrid recocido de crímenes a navajazos, años 50. Y sí, el método es el mismo que solía, Vicent es el mismo que era, pero Ava en la noche me ha gustado mucho más que aquel La novia de Matisse de hace veinte años. El que ha cambiado, seguramente, soy yo. Vicent es un modo de hacer, un artista valenciano que se junta a comer una paella en Casa Salvador y desde la cabecera de la mesa cuenta anécdotas de juventud con personajes famosos. 

    Su alter ego en esta novela se llama David, ha terminado Derecho en Valencia y va a Madrid con ganas de ser director de cine, y en los exámenes de ingreso escribe un ejercicio de guion que es la semilla de El verdugo de García Berlanga. Esta es la idea. Una criada envenenadora, del Madrid aquel de señoritos y miserables, atendió con presencia de ánimo, minutos antes de morir agarrotada, a un fiscal que había sufrido un ataque de epilepsia. Digamos que Vicent encuentra este crimen de El caso y piensa si no sería ese el origen de la película de Berlanga. A lo mejor es cierto que lo sacaron Azcona y él de ahí, no sé. El caso es que solo con decorar el dato, más que narrarlo, Vicent ya tiene hecha la novela: el joven (su infancia y primera juventud en Valencia) quiere ser director de cine (Berlanga y Ava Gardner, la escuela de cine y las tabernas, el Coq, Chicote y los tablaos de las afueras, la España miserable donde se lo pasaban bomba los grandes escritores y los toreros guapos) y trata de reconstruir un caso (el de un señorito que asesinó a cuatro personas y a quien le cayó el garrote de Franco). En cada uno de los tres paréntesis hay unas cuantas columnas, crónicas sentimentales de la época, anécdotas más o menos jugosas (que se lo pregunten a Bette Davis), una historia de crímenes reducida a una docena de artículos y la prosa, la pulida y calculada prosa, compuesta para brillar con el viento metal, armoniosa y colorida, rescatadora de palabras, como una columna tras otras, salvo en aquellos pasajes, pocos, en los que la acción puede con la escritura porque así lo exige narrar. Vicent alicata las páginas de frases redondas, y este sigue siendo su defecto principal, que con los años ya no es defecto sino condición del carácter que no hace sino alegrar la vista. Vicent redondea permanentemente, y esa seriosidad refulgente, la misma que a principios de este siglo me hizo abandonar sus libros, ahora vuelve a hacerme gracia, quizá porque Vicent sea el último orfebre que sabe componer piezas tan fragantes y exquisitas.


Manuel Vicent, Ava en la noche, Alfaguara 2020, 250 p. 

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