23.12.20

Ceniza

Cuaderno de invierno, 3


Empleamos la ceniza de la chimenea en proteger las acelgas y las lechugas del ataque de los caracoles. En el momento en que su carne mucilaginosa entra en contacto con ella, las babosas y otros gasterópodos se vuelven por donde han venido. Para eso aún es muy pronto, pero en el hogar llevan días ardiendo los leños y el bidón de la ceniza está a punto de rebosar. Sería tiempo de, como dice Virgilio, cubrir los suelos áridos de mantecoso fiemo / o esparcir ceniza inmunda por la tierra. 

Sin embargo a esta tierra nuestra, caliza y alcalina, la ceniza le sienta como un tiro. Acabaría socarrando la materia orgánica, de modo que habrá que conformarse con el estiércol de caballo y buscarle otro destino a la ceniza. Si la dejo a la intemperie, se petrifica, fragua en un mazacote cementoso que acabo tirando en el contenedor de los escombros, y cuando el saco abierto se estrella contra el suelo sube una columna de polvo que se extiende por la basura. Vista desde arriba, la ceniza con regueros de agua negra parece una superficie lunar, el suelo de un planeta muerto, con rastros de cuando aún crecían especies volcánicas.

Al final uno nunca sabe dónde poner las cenizas pero siente que es un crimen deshacerse de ellas, de modo que acaba amontonándolas junto a los muros con la idea de aprovecharlas para eliminar los hongos de las hojas, sobre todo de las calabazas, para bruñir la cubertería de plata o neutralizar el olor a perro, para limpiar el cristal de la chimenea o fabricar detergente casero. Aunque la dedicase también a eso, me seguiría sobrando y emplearía demasiado tiempo en ella. En este hogar humilde se come con cuchara de peltre y los mastines huelen bien, y los jabones caseros dejan en las manos un tacto de saurio que me pone nervioso. No queremos tirar las cenizas, tan solo olvidarnos de ellas. Sin embargo son difíciles de obviar. Hasta los montones de arena de la obra se acaban cubriendo de bufalagas, incluso en el cemento brotan los hierbajos, pero en la ceniza solo queda la ceniza, más alguna brasa que se hizo carboncillo o el fragmento de palito que milagrosamente ni siquiera se ahumó, como esos huesecillos que a veces sorprenden a quienes practican ritos cinerarios en el campo, y que les dan con realismo crudo la medida de lo que están haciendo.

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