28.2.24

Ventolera

Cuaderno de invierno, 70


Todos pensábamos, también los árboles, que esto había terminado. El ciruelo ruin no sabíamos si aguantaría porque, además de desmedrado, el pulgón se ceba con él, y sin embargo se cuajó de flores como nardos, y el sauce se estaba tiñendo de un verde azulado y asomaban las hojas de los membrillos, antes incluso de que nos diera tiempo a podar los vástagos chupones. Pero un cierzo criminal volvió a poner las cosas en su sitio. Había que caminar encorvados, con las manos a resguardo para que no se nos abriesen los nudillos, cuando salíamos a comprobar que el viento rabioso no había destrozado nada, y lo que nos encontramos fue el suelo cubierto de semillas de arizónica, todo alfombrado de granos amarillos, como si se hubiera volcado un cargamento de mijo. El viento había sacudido los cipreses y el plátano enorme, donde siempre quedan unas cuantas hojas tiesas, testarudas, estaba limpio como la patena, tan esquelético como un frutal recién plantado. Hace falta una noche de ventisca para barrer las huellas del pasado, incluso aquellas hojas que se habían quedado milagrosamente colgadas del cerezo, momificadas de un año para otro, o las que se habían arremolinado en los alcorques como dispuestas a quedarse allí hasta que las sacáramos nosotros. Todo fue aventado por un airazo inclemente. Cuando subimos a ver si había desperfectos en la acequia, nos encontramos una empalizada de capitanas, esas grandes bolas como lámparas de pita, leñosas y punzantes, que habían caído rodando hasta el valle desde el páramo abierto y los campos de secano. También los sembrados han quedado limpios de polvo y paja, y por un momento parecían un campo de batalla en el que un ejército de escarabajos se hubiera lanzado al ataque. Hemos ido sacando con la horca las capitanas que dando botes llegaban a saltar la tapia y se quedaban atascadas en el cauce. El viento había también derribado un chopo muerto que llevaba años esperando a que lo arrancásemos. Ha habido que serrarlo y apilar los tarugos para quemarlo en la chimenea. 
Las cosas no desaparecen poco a poco. Toda muerte acaba siendo de repente, cuando a la extrema debilidad aún le quedaban días de aguantar tranquila bajo el tibio sol. Siempre llega el viento crudo que termina de un plumazo con los ciclos, sin contemplaciones, y lo deja todo listo para empezar de nuevo, como si nada hubiera sucedido.

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