8.2.24

Ajo

Cuaderno de invierno, 50


Incluso en el reino de la parsimonia vienen días de ajetreo. Mañana no solo termina la luna menguante sino que se anuncian lluvias, lo que significa que hay que apurar la faena y antes de que acabe la jornada tener los ajos plantados. Pensaba, una vez volteada la tierra y deshechos los grumos, seguir los consejos de Varrón y, después de extender por encima una capa de fiemo, cavarla nuevamente de través y finalmente trazar los surcos en línea con el mediodía. Pero todo se ha precipitado tanto que estas dos últimas labores se reducen a una sola, y conforme voy echando el estiércol de caballo, ya tratado, sin pajas ni moscas, voy también trazando el caballón, al que le queda un lomo de piel de licaón que más tarde igualarán las lluvias. Marché rapidamente a la fábrica de piensos donde me suelo surtir, y traje algunos sacos de compost equino, no porque sea el mejor para el huerto (lo más probable es que haya que ir suplementándolo más adelante, si es posible con estiércol de conejo), sino porque así persisto en mi afición a los caballos de labor. A los ajos les da lo mismo, y, como se suele decir, si no salen ajos saldrán ajas, cabezas de un solo diente. Son todos ritos aproximadamente inútiles, lecturas destiladas, rituales de fantasía, ejercicios benedictinos que nos eviten mirar a los ojos al mundo («inclinatio sit semper capite, defixis in terram aspectibus», con la cabeza siempre baja, los ojos fijos en la tierra) y nos sirvan para contentarnos con los límites de nuestro huerto, «ut non sit necessitas monachis vagandi foris, quia omnino non expedit animabus eorum», para que los monjes no tengan necesidad de ir vagando por ahí afuera, que de ningún modo conviene a sus almas. Y escucharemos mañana la lluvia desde nuestra celda, y veremos, asomados al portal del refectorio, cómo los caballones van perdiendo el apresto y se mojan y se ondulan, y sentiremos penetrar el agua y humedecer el diente de ajo, y de paso nuestros corazones. El mozo que me vendió el estiércol sonreía cómplice al cargar los sacos en la furgoneta. «Qué, ¿a empezar con el huertecico?». «Sí, sí…». Cómo explicarle la profundidad espiritual de mi labor, las urgencias astronómicas que necesito para persistir en la quietud, la paz que sentiré al subir del huerto y sentarme a leer las Florecillas de San Francisco.

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