Cuaderno de verano, 17
Después de la tormenta todo está otra vez patas arriba, y aunque haya salido un día radiante pero no abrasador como solía, desanima comprobar que vienen más lluvias por el horizonte, no se sabe si tan fuertes, ni si merece la pena emprender de nuevo las labores de limpieza, una vez que he conseguido ensanchar la boca del aliviadero a golpe de maza y cortafríos. Pero ahí quedan los rastros de tierra en las aceras, los cantos desperdigados, los trozos de corteza de los plátanos, las hojas verdes por el suelo. Sería el momento, con el terreno bien empapado, de arrancar los brotes de ailanto, o de sacar los ajos, que es lo que habíamos previsto y lo que habrá que posponer, porque en vez de eso me dedico a limpiar a conciencia la bajada, que se llenó de acículas del pino y hojas de los álamos, y primero la barro con un escobón de retamas y luego, tapando con el dedo gordo la boca de la manguera para que salga el agua con más presión, limpio bien los intersticios del cemento y las junturas de las losas, y aprovecho para sacar la broza que tupe la rejilla por donde se desvía el aluvión, llevarla con el carretillo hasta la compostera, para que todo quede más o menos igual que minutos antes de que se desatase la tormenta, en un interludio aseado que no sabemos cuánto durará.
Pero así son las cosas. Nos pasamos la vida haciendo lo que dentro de muy poco tiempo parecerá que nadie ha hecho. La mayor parte de nuestro trabajo se escurre por el sumidero. Son pocos los oficios que se dedican a lo tangible, a lo perdurable. Casi todo el mundo se pasa la vida haciendo cosas necesarias que no van a ninguna parte, a veces ni al recuerdo de quien se benefició de ellas. Cuando uno ve una ruina, alfombrada de moho, amortajada de yedra, es posible que imagine los días en que estuvo habitada y había geranios en las ventanas, pero no la infinidad de horas que alguien dedicó a vencer el implacable avance de la mugre, el descansado pero constante crecimiento de la dejadez. Y así será en este verano de mares calientes, aplastados por temperaturas saharianas o doblados del esfuerzo por que no queden rastros de las deshechuras que provoquen las tormentas, huellas que nieguen nuestro paso por la vida.
Pero así son las cosas. Nos pasamos la vida haciendo lo que dentro de muy poco tiempo parecerá que nadie ha hecho. La mayor parte de nuestro trabajo se escurre por el sumidero. Son pocos los oficios que se dedican a lo tangible, a lo perdurable. Casi todo el mundo se pasa la vida haciendo cosas necesarias que no van a ninguna parte, a veces ni al recuerdo de quien se benefició de ellas. Cuando uno ve una ruina, alfombrada de moho, amortajada de yedra, es posible que imagine los días en que estuvo habitada y había geranios en las ventanas, pero no la infinidad de horas que alguien dedicó a vencer el implacable avance de la mugre, el descansado pero constante crecimiento de la dejadez. Y así será en este verano de mares calientes, aplastados por temperaturas saharianas o doblados del esfuerzo por que no queden rastros de las deshechuras que provoquen las tormentas, huellas que nieguen nuestro paso por la vida.
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