Cuaderno de verano, 16
Mientras nos hacíamos un vermú, veíamos las pavorosas inundaciones del río Guadalupe, en Texas, con casas enteras flotando por la carretera, árboles descuajados y vecinos desaparecidos, cuando al pinchar una oliva sentimos descerrajarse un trueno justo encima de nuestras cabezas. Lo que hasta entonces había sido un liviano sirimiri se convirtió de pronto en un tremendo aguacero. Empezamos a ver una cortina de agua que caía de las canaleras desbordadas, cómo el huerto se inundaba y ya sólo se veían las plántulas de las judías asomando en una balsa de agua rojiza. Pero lo peor estaba en la entrada. Medimos la violencia de las tormentas por la capacidad de los desagües, y el del porche ya no daba para más: una abertura de más de un palmo de ancha no tragaba los chorros que caían del tejado, de modo que hubo que sacar agua, y daba igual que estuviéramos debajo del porche porque la lluvia era tan fuerte y racheada que nos empapaba como si estuviéramos al descubierto. Con cubos y escobones empujábamos el agua hasta el aliviadero, que salía despedida y al caer en el jardín de abajo esparcía la tierra como si hubiera caído una bomba. Nos sentíamos como marineros en mitad de una borrasca, achicando la sentina, acelerando los movimientos para no darle tiempo al agua a que alcanzara el umbral de nuestra casa. Fue un intenso trabajo, pero antes incluso de que la tormenta empezase a remitir ya teníamos controlada la situación. Luego, empapados de agua y de sudor, solo hubo que aguardar a que amainase, mientras comentábamos las obras que urgentemente habrá que acometer para ensanchar el aliviadero del rellano y reconducir las aguas del tejadillo con un canalón más capaz. Luego dimos una vuelta para ver los desperfectos. La acequia no se había desbordado, pero el agua estaba descarnando los caminos de bajada. Un reguero de cantos rodados se extendía por el césped recién segado. Unas cuantas plantas de pimiento se habían acostado. Los tomates, afortunadamente, estaban recién atados, pero los ajos ya esperábamos que se acabasen de secar para sacarlos, ojalá no los pudra tanta agua.
Al volver a casa quedaban los vasos de vermú a medio beber y los palillos clavados en las aceitunas. No había daños serios que lamentar, salvo el hecho de que una tormenta de verano ya no es un espectáculo para disfrutarlo sin que nos devore la inquietud.
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