En los 90 la
gente salía sonriente de las películas de Alain Tanner. A mí me gustaba esa
manera de proponer una excusa argumental para que los personajes charlasen
sobre cualquier cosa, con un hiperrealismo de piso de protección
oficial que entonces era un lenguaje corriente. Las visagras de las puertas
estaban oxidadas y los personajes se paraban a escuchar el ruido que hacían al
cerrarse por sí solas, no porque hubiera corrientes de aire ni tuviesen un muelle,
sino porque estaban desequilibradas. Ese lento chirrido inevitable de las cosas
que nos ven vivir.
Me he acordado varias veces de
Tanner viendo El secuestro de Michel Houellebecq,
pero he de decir que al final, cuando han encendido la luz, solo sonreían dos o
tres espectadores. La conducta de Houellebecq , impermeable a las emociones, de
permanente y escéptica aceptación de lo que le sucede, distraída pero en constante
retorno a sus pequeñas obsesiones, indiferente a la condición de su interlocutor,
cínica y tranquila, es algo que a la gente no parecía haberle hecho mucha gracia. Yo que me esperaba una de esas películas en las que los espectadores se ríen antes del chiste para subrayar que han leído sus libros. Claro que tampoco
ayuda el aspecto del héroe: consumido, como estragado por el abandono, sin los
dientes de arriba, con la lengua gorda, calvo y arguellado, como un Baudelaire
con síndrome de Diógenes. No en vano, dicho sea de paso, al principio de la película el escritor quiere pintar las paredes de su casa de color naranja, quizá porque, como dice Huysmans en su A rebours (un referente más que claro de Houellebecq), "los ojos de las personas debilitadas y de temperamento nervioso, cuyo apetito sensual busca manjares sazonados en salmuera o ahumados, los ojos de los hiperexcitados y demacrados, prefieren todos ese color irritante y enfermizo, de esplendores ficticios y de fiebres amargas: el anaranjado".
A mí me ha parecido un divertido
ensayo de ética y poética. Lo primero, porque el protagonista es en sí mismo un
modo de ver el mundo, de pasar por él, y lo segundo porque con frecuencia su desequilibrado
proceder chirría melancólicamente. Sucede así en una escena en la que sus
secuestradores le preguntan si no tiene miedo a morir. Viene a decir entonces
Houellebecq que no le importa, que ya es suficiente, que es lo último que,
según él, escribió Kant. Dice que eso le pasa porque ha vivido mucho, pero su
actitud es la de quien, a partir de un determinado momento de la vida, siente
que ya es tarde para lamentarse, pero sobre todo para enmendarse. La vida ya ha
llegado a su formulación definitiva, y aunque uno prefiere seguir viviendo, no
considera que por morir se pueda dejar de vivir algo importante. En ese
encogimiento general de hombros, cuando ya es demasiado tarde para dejar de
fumar o de beber y solo queda, de vez en cuando, un dolor de oídos (¿será una
cita de Carver?), el individuo se despoja del otro, cuya presencia ya no
determina nuestro discurso.
Creo que no he dicho de qué iba la
cosa. Resulta que a mitad de la campaña promocional de El mapa y el territorio, de la que ya se habló aquí en su momento, Houellebecq
se despidió a la francesa y los franceses empezaron a producir anécdotas
literarias. Houellebecq era muy famoso porque era muy irritante, y los
periódicos necesitaban que le hubiese pasado algo, un secuestro, o mejor un
suicidio. El director, Guillaume Nicloux, desarrolla a partir de aquí un falso
documental sobre lo que pudo haber ocurrido si la calenturienta imaginación de
los periódicos hubiera estado en lo cierto. Así, tres secuestradores, tres
armarios, dos de gimnasio y uno ropero, secuestran, amable, limpiamente, al
escritor Houellebecq, y se lo llevan a una casa de campo. Allí convive con sus
captores y con los ancianos padres de uno de ellos, y hacia el final de la
película con un huérfano polaco que vive en un contenedor y con una prostituta aficionada
que los secuestradores le regalan por su cumpleaños. Y, salvo que a veces
discuten, no muy convincentemente, todos son bastante educados. Lo inverosímil
en esta película es que la gente hable y deje hablar. Lo raro es que un gitano
de dos metros de alto y ciento cincuenta kilos de peso no le calce un puñetazo
a H. cada vez que tiene una salida de tono, algunas muy interesantes.
Por ejemplo cuando el gitano, en un
alarde de cordialidad, le dice a H. que acaba de leerse un libro suyo, un
ensayo sobre Lovecraft, donde H. cuenta cómo compró el cojín sobre el que
reposó el cuerpo de Lovecrafta antes de morir, todavía lleno de sangre y de
babas. Eso impresionó al gitano, y le pregunta si es verdad. “No, yo no he
escrito eso”, dice H., y el gitano porfía hasta que se siente ofendido porque
los otros secuestradores empiezan a pensar que no entiende lo que lee. Se pone
(ya es, pero más) hecho un energúmeno, pero H., canijo, consumido, encogido ya
de hombros para siempre, insiste en que no. Los propios secuestradores le piden
que mienta, que diga que sí aunque no sea verdad, como si H. no estuviera
enterándose de que le puede caer un buen guantazo. Cuando la cosa se sube de
tono, H., más que comprender, parece transigir: “bueno, pues lo habré olvidado”,
dice, y sigue fumando.
Ese es uno de los rasgos del
personaje Houellebecq, el aparente y natural sometimiento a la verdad. La gente
que siempre dice lo que piensa suele meterse en líos, pero la que solo lo hace
cuando le preguntan termina por seducir a su adversario. Su estrategia de la
verdad se metamorfosea en instinto y morro, y H., a los pocos días de su
cautiverio, bebe buen vino, fuma como un carretero, se acuesta con una moza del
pueblo y paga a su celestina con la promesa de un poema. Se diría que ha estado
manipulando a sus carceleros, adaptando las circunstancias desfavorables a su
comodidad personal. H. acepta con los ojos entornados el devenir del mundo y la
llegada del infierno, pero sabe que con tabaco y vino tinto la vida no tiene
por qué cambiar. Es más, si cambia, puede que sea para mejor.
Pero para llegar a ese grado de
ataraxia vinosa uno debe desprenderse de los prejuicios. H. habla en el mismo
tono con el bárbaro gitano que con su agente literario, se interesa igual por
un análisis filosófico que por un entretenimiento de brutos. Todo le produce la
misma curiosidad y el mismo poco entusiasmo. Su actitud no cambia, no se
adapta, y por eso resulta del todo natural y por eso influye en los demás.
Forma parte de ella el decir la verdad aunque sepa que va a perturbar al que la
escucha. Conozco gente así, no tan desesperantes como este pollo, pero
socialmente muy eficaces. Practican una buena educación afable en la distancia,
nunca se rebajan ni se encumbran, pero siempre acaban estando a la altura de su
interlocutor. Todo es igual de interesante para ellos porque todo es igual de
absurdo. Y, a fin de cuentas, para un tipo como H. solo escuchando a todo tipo
de gente se pueden crear buenos personajes.
¿Son buenos los personajes de esta
película? Pues no, no mucho. Ya digo que su ausencia casi total de instintos
violentos no parece de este mundo. Sus angustias se resuelven de pronto, en un
llanto repentino (al oír una palabra) o cuando ya no se les ocurre qué decir.
No es que falte drama sino que están todos un poco empanados. Debe ser influjo
también de H., que durante toda la película exhibe una profunda torrija, el
cebollazo de quien ya ve el mundo como una cantidad ingente de tonterías y
algunas cosas importantes, conseguir un mechero, beber vino, echar un
caliqueño, aunque para eso haya que vivir en un contenedor, en mitad de un
vertedero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario