12.9.14

Inventario del material sobrante, 1

Este verano escribí alguna que otra bernardina suelta, un par de crónicas de lectura y una docena de capítulos de ficción que están en la nevera. Ahora estoy tirando papeles y estos los voy a dejar aquí. 


En verano leo poco. Prefiero caminar por la vereda del río, regar las berenjenas o entrecavar las plantas del jardín, mimar un nogal joven en el que tengo puestas muchas esperanzas o hacer prácticas de carpintería japonesa. El verano es un anticipo de la jubilación, un sábado muy largo. El día se consume en el disfrute de los pájaros. Abundan las conversaciones demoradas, sin más objeto que sí mismas, y los ratos de mirar en silencio los maizales de la vega, los campos de coles y de alfalfa, los rebaños que pasan cabizbajos por el camino del río. Se diría que en verano nos paramos a mirar, levantamos la vista del libro, pero en vez de reflexionar un momento contemplamos una hora la ciudad allá a lo lejos, por detrás de los cerezos, cuatro pinceladas de siena tostada bajo el cielo claro.
Y, cuando leo, leo de noche, cuando no hay nada más que ver y en días de nubes o de luna nueva la oscuridad es tan densa que uno parece suspendido en medio del espacio, y el silencio, apenas roto por algún ladrido, te devuelve los sonidos de tu cuerpo. Quizá por eso, cuando se hace de noche y me meto en casa, tengo Radio Clásica puesta todo el rato, esos programas de jazz o de flamenco, de músicas conceptuales o de tradición oral, los cuartetos de música antiqua o los nocturnos de Chopin, o de quien sean. Anoche mismo mi locutor favorito, Pérez de Arteaga, que habla como si estuviera tocando el violín, charló largamente sobre una sinfonía primeriza de Mahler que después de muchos rescates e investigaciones (y tiras y aflojas con la atrabiliaria Alma Mahler) se había presentado en unos Proms británicos de los años 60. Qué lujo de anacronismo. Escuchar a Juan Claudio Cifuentes, Cifu, el hombre del jazz, que habla como si estuviera fumando, presentar una sesión del Carnegie Hall en los años 50, con célebres músicos desconocidos, que para Cifu son como primos hermanos, o bien al curiosísimo José María Velazquez-Gaztelu, director desde hace décadas un programa de flamenco, intercambiar sentencias filosóficas con un cantaor jerezano (“a mí no me gusta hablar de dinero porque soy pobre”, “en Jerez hay más flamencos que albañiles”, etc., etc.), es una compañía que no tiene nada que ver con la actualidad sino con ese tiempo flexible que uno siente cuando está en el campo. Así que levanto los ojos del libro y escucho el difícil castellano que habla Velázquez-Gaztelu, y me imagino las dificultades de su lengua para pronunciar esas zetas y esas eses, siempre fuera de lugar, y tan cercanas.
Entre eso y que uno estaba un poco más contemplativo que de costumbre, he leído pocos libros, eso sí, convenientemente gruesos, cosa que anima todavía más a dejar el mamotreto en las haldas y mirar una tórtola que se ha posado en el manzano.  El primero lo elegí porque pegaba con la situación campestre. El nombre de su autor, Severino Pallaruelo,  debería figurar en las fotografías de la revista Casa y Campo, en la foto de un refugio pirenaico con chimenea, y sobre la mesita rústica un ramo de lavanda y un libro de Severino Pallaruelo, con el folclórico título de Ruido de zuecos (me encantaría oírselo pronunciar a Velázquez-Gaztelu). El libro es una mezcla de la autobiografía del autor, los cuentos breves del autor y las imitaciones literarias del autor, todo junto como si fuese una novela, con una estructura de idas y venidas en el tiempo que ha puesto de moda Jaume Cabré (con pingües resultados), muy televisiva, pero que necesita de algo más que los tópicos del neotradicionalismo de los 80 para mantenerse a flote. Hablando de Julio Llamazares (Dios los cría y ellos se juntan) comentaba esa peste de ficción rural de los 80 en la que siempre había un maestro que se llamaba don Joaquín y una abuela que se levantaba a las siete de la mañana y empezaba a contar cuentos tradicionales al lado del fuego. Hace no mucho estuve en el jurado de un concurso de cuentos en el que el noventa por ciento de los seleccionados (de los legibles) eran viejas historias que contaba la abuela con un maestro don Joaquín y un mozo del pueblo que se fue con los maquis. Todo serio, todo triste, como halitósico. Ganó un cubano que era la monda.
Severino Pallaruelo habla de tres generaciones (dos planas, desvaídas y repetitivas, y una, la del nieto, la suya, que esperaba turno para contarnos largamente, cómo no, su infancia en un colegio de curas) de navateros pirenaicos, muy lejos, desde luego, del eco que me dejó El río que nos lleva, de José Luis Sampedro, y sobre todo, ay, Camino de sirga, de Jesús Moncada, que yo no sé ahora mismo si era aragonés o catalán pero su novela está entre las mejores del siglo XX. Severino Pallaruelo está mucho más cerca de los garciamarquismos facilones de Antón Castro y de la puntillosidad severa de Muñoz Molina, dos tipos sin humor y sin imaginación, las dos cosas que uno más echa en falta en esa novela. Pero lo peor es que su manera de acercarse a la ficción etnográfica no pasa del primitivismo con sorpresita, de mujeres mu malas y de hombres mu brutos. La abandoné, cansado de repeticiones previsibles, en la página quinientos y pico.
Y cogí, yo que en todo el verano veo la televisión ni escucho las noticias en la radio ni las leo en el periódico ni mucho menos en la red, porque, por no tener ordenador, no tengo ni teléfono, el famoso libro de Rafael Chirbes, En la orilla, no sé cuántos premios este año. El libro, que debería haber leído en el invierno crudo, me pareció brillante, potente, impetuoso, con la mejor prosa posible para retratar estos tiempos desgraciados, un espléndido documento histórico que dirá más de nuestros tiempos que toda la morralla que vomitan a diario los periódicos, un extraordinario aguafuerte de la costa valenciana en tiempos de corrupción moral y de crisis económica. Y el libro, además de todo eso, me pareció una mala novela, larga y desproporcionada, demasiado complaciente con la estética de la melopea, del ir empalmando cosas en un tono, eso sí, invariablemente poderoso. La novela fluye tan empantanada y cubierta de hierbajos como el marjal que huele al fondo de las páginas. Es un buen libro sin una buena historia, magníficamente escrito y discutiblemente narrado, innecesariamente lioso. En todo caso es un libro, ya digo, para leerlo con otro ánimo. La novela huele al dormitorio de un enfermo, y yo veía, cuando levantaba la vista (cuando el torrente de la prosa me dejaba desengancharla), un gato que trepaba por las ramas de un membrillo, sigilosamente, para sorprender a un pajarico que picoteaba en los frutos todavía verdes, este año muy abundantes. Ya podía oler el aroma de los membrillos extendidos en el suelo del lagar, y volvía la vista a la página y me encontraba una existencia demasiado real, una metástasis moral hedionda y desahuciada.
Pero, así como el lobo que encontró, después de mucho vagar por cerros pelados, el cadáver de un burro en descomposición, y comió hasta hartarse y abandonó el cadáver con los huesos blancos, y empezó para él la urgente tarea de buscar agua limpia, después de sufrir una digestión monstruosa por páramos calcinados, con la lengua barriendo el polvo del suelo y a punto de reventar, por fin divisa los álamos de un arroyuelo y se deja caer por la pendiente y cuando llega se da cuenta de que no es un charco lo que olía sino un gran río caudaloso, el gran río de aguas frescas que mana en las montañas del pasado, y bebe y se tumba en la orilla y sigue bebiendo y bañándose y se deja llevar por la corriente aguas abajo, así yo encontré, en una librería de Valencia, la traducción en verso de la Ilíada que publicó Antonio López Eire para la editorial Cátedra en 1989. Y ese río me cambió el verano.


1 comentario:

  1. Muy especial. Sobre todo los aspectos biográficos. Poetizar. Es lo que me gustaría escribir.

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