Este verano escribí alguna que otra bernardina suelta, un par de crónicas de lectura y una docena de capítulos de ficción que están en la nevera. Ahora estoy tirando papeles y estos los voy a dejar aquí.
En verano leo poco. Prefiero caminar por la vereda del río,
regar las berenjenas o entrecavar las plantas del jardín, mimar un nogal joven
en el que tengo puestas muchas esperanzas o hacer prácticas de carpintería
japonesa. El verano es un anticipo de la jubilación, un sábado muy largo. El día se consume en el
disfrute de los pájaros.
Abundan las conversaciones demoradas, sin más objeto que sí mismas, y los ratos
de mirar en silencio los maizales de la vega, los campos de coles y de alfalfa,
los rebaños que pasan cabizbajos por el camino del río. Se diría que en verano
nos paramos a mirar, levantamos la
vista del libro, pero en vez de reflexionar un momento contemplamos una hora la
ciudad allá a lo lejos, por detrás de los cerezos, cuatro pinceladas de siena
tostada bajo el cielo claro.
Y, cuando leo, leo de noche, cuando no
hay nada más que ver y en días de nubes o de luna nueva la oscuridad es tan
densa que uno parece suspendido en medio del espacio, y el silencio, apenas
roto por algún ladrido, te devuelve los sonidos de tu cuerpo. Quizá por eso,
cuando se hace de noche y me meto en casa, tengo Radio Clásica puesta todo el
rato, esos programas de jazz o de flamenco, de músicas conceptuales o de
tradición oral, los cuartetos de música antiqua o los nocturnos de Chopin, o de
quien sean. Anoche mismo mi locutor favorito, Pérez de Arteaga, que habla como si
estuviera tocando el violín, charló largamente sobre una sinfonía primeriza de
Mahler que después de muchos rescates e investigaciones (y tiras y aflojas con la
atrabiliaria Alma Mahler) se había presentado en unos Proms británicos de los
años 60. Qué lujo de anacronismo. Escuchar a Juan Claudio Cifuentes, Cifu, el hombre del jazz, que habla como si estuviera fumando, presentar una sesión del Carnegie
Hall en los años 50, con célebres músicos desconocidos, que para Cifu son como
primos hermanos, o bien al curiosísimo José María Velazquez-Gaztelu, director desde hace décadas un programa de
flamenco, intercambiar sentencias filosóficas con un cantaor jerezano (“a mí no
me gusta hablar de dinero porque soy pobre”, “en Jerez hay más flamencos que albañiles”,
etc., etc.), es una compañía que no tiene nada que ver con la actualidad sino
con ese tiempo flexible que uno siente cuando está en el campo. Así que levanto
los ojos del libro y escucho el difícil castellano que habla Velázquez-Gaztelu,
y me imagino las dificultades de su lengua para pronunciar esas zetas y esas
eses, siempre fuera de lugar, y tan cercanas.
Entre eso y que uno estaba un poco más
contemplativo que de costumbre, he leído pocos libros, eso sí,
convenientemente gruesos, cosa que anima todavía más a dejar el mamotreto en
las haldas y mirar una tórtola que se ha posado en el manzano. El primero lo elegí porque pegaba con la situación
campestre. El nombre de su autor, Severino Pallaruelo, debería figurar en las fotografías de la
revista Casa y Campo, en la foto de un refugio pirenaico con chimenea, y sobre
la mesita rústica un ramo de lavanda y un libro de Severino Pallaruelo, con el folclórico
título de Ruido de zuecos (me
encantaría oírselo pronunciar a Velázquez-Gaztelu). El libro es una mezcla de
la autobiografía del autor, los cuentos breves del autor y las imitaciones
literarias del autor, todo junto como si fuese una novela, con una estructura
de idas y venidas en el tiempo que ha puesto de moda Jaume Cabré (con pingües
resultados), muy televisiva, pero que necesita de algo más que los tópicos del
neotradicionalismo de los 80 para mantenerse a flote. Hablando de Julio Llamazares (Dios los cría y ellos se juntan) comentaba esa peste de
ficción rural de los 80 en la que siempre había un maestro que se llamaba don
Joaquín y una abuela que se levantaba a las siete de la mañana y empezaba a
contar cuentos tradicionales al lado del fuego. Hace no mucho estuve en el
jurado de un concurso de cuentos en el que el noventa por ciento de los
seleccionados (de los legibles) eran viejas historias que contaba la abuela
con un maestro don Joaquín y un mozo del pueblo que se fue con los maquis. Todo
serio, todo triste, como halitósico. Ganó un cubano que era la monda.
Severino Pallaruelo habla de tres
generaciones (dos planas, desvaídas y repetitivas, y una, la del nieto, la
suya, que esperaba turno para contarnos largamente, cómo no, su infancia en un
colegio de curas) de navateros pirenaicos, muy
lejos, desde luego, del eco que me dejó El
río que nos lleva, de José Luis Sampedro, y sobre todo, ay, Camino de
sirga, de Jesús Moncada, que yo no sé ahora mismo si era aragonés o catalán
pero su novela está entre las mejores del siglo XX. Severino Pallaruelo está
mucho más cerca de los garciamarquismos facilones de Antón Castro y de la
puntillosidad severa de Muñoz Molina, dos tipos sin humor y sin imaginación,
las dos cosas que uno más echa en falta en esa novela. Pero lo peor es que su manera de acercarse a la ficción etnográfica no pasa del primitivismo con sorpresita, de mujeres mu malas y de hombres mu brutos. La abandoné, cansado de
repeticiones previsibles, en la página quinientos y pico.
Y cogí, yo que en todo el verano veo la
televisión ni escucho las noticias en la radio ni las leo en el periódico ni
mucho menos en la red, porque, por no tener ordenador, no tengo ni teléfono, el
famoso libro de Rafael Chirbes, En la
orilla, no sé cuántos premios este año. El libro, que debería haber leído
en el invierno crudo, me pareció brillante, potente, impetuoso, con la mejor
prosa posible para retratar estos tiempos desgraciados, un espléndido documento
histórico que dirá más de nuestros tiempos que toda la morralla que vomitan a
diario los periódicos, un extraordinario aguafuerte de la costa valenciana en
tiempos de corrupción moral y de crisis económica. Y el libro, además de todo
eso, me pareció una mala novela, larga y desproporcionada, demasiado complaciente
con la estética de la melopea, del ir empalmando cosas en un tono, eso sí,
invariablemente poderoso. La novela fluye tan empantanada y cubierta de hierbajos
como el marjal que huele al fondo de las páginas. Es un buen libro sin una buena
historia, magníficamente escrito y discutiblemente narrado, innecesariamente
lioso. En todo caso es un libro, ya digo, para leerlo con otro ánimo. La novela
huele al dormitorio de un enfermo, y yo veía, cuando levantaba la vista (cuando
el torrente de la prosa me dejaba desengancharla), un gato que trepaba por las
ramas de un membrillo, sigilosamente, para sorprender a un pajarico que
picoteaba en los frutos todavía verdes, este año muy abundantes. Ya podía oler
el aroma de los membrillos extendidos en el suelo del lagar, y volvía la vista
a la página y me encontraba una existencia demasiado real, una metástasis moral
hedionda y desahuciada.
Pero, así como el lobo que encontró,
después de mucho vagar por cerros pelados, el cadáver de un burro en
descomposición, y comió hasta hartarse y abandonó el cadáver con los huesos
blancos, y empezó para él la urgente tarea de buscar agua limpia, después de
sufrir una digestión monstruosa por páramos calcinados, con la lengua barriendo
el polvo del suelo y a punto de reventar, por fin divisa los álamos de un
arroyuelo y se deja caer por la pendiente y cuando llega se da cuenta de que no
es un charco lo que olía sino un gran río caudaloso, el gran río de aguas
frescas que mana en las montañas del pasado, y bebe y se tumba en la orilla y
sigue bebiendo y bañándose y se deja llevar por la corriente aguas abajo, así
yo encontré, en una librería de Valencia, la traducción en verso de la Ilíada que publicó Antonio López Eire
para la editorial Cátedra en 1989. Y ese río me cambió el verano.
Muy especial. Sobre todo los aspectos biográficos. Poetizar. Es lo que me gustaría escribir.
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