Un año de estos acabaré yendo antes
de que empiece el curso al Muro de las Lamentaciones, como Pablo Iglesias, pero
de momento mis ejercicios espirituales no salen de paisajes conocidos. Este año
he peregrinado a San Millán de la Cogolla, en busca de entusiasmo, aunque preferí
hospedarme con los benedictinos del Monasterio de Valvanera, a dos pasos de
Anguiano, también en La Rioja. Está enclavado, nunca mejor dicho, en uno de los
hondos valles de la Sierra de la Demanda, mirando al sur. Aparte de los nueve
monjes que conté mientras asistía a los maitines (cantados, como manda San
Gregorio, si bien no con la pericia de sus colegas de Silos), el monasterio es
también hospedería, restaurante y centro de peregrinaciones y comilonas. La
influencia vasca se deja ver en el aire comunal, de frontón de pueblo, que
tienen los saraos que se organizan por un quítame allá esas pajas. Pero luego
se van los autobuses y quedan los ecos de la sacristía, las pisadas en el suelo
de madera vieja, el órgano minimalista que acompaña el rezo, las terracillas llenas
de ajos y de alubias que bajan hasta el río.
En efecto, salvo que alguno tuviera dispensa,
conté solo nueve monjes en maitines: dos viejos de la tierra, tres machuchos
también nacionales y cuatro jóvenes filipinos. Me sorprendió, pero no tanto,
porque en San Millán, ahí al lado, aún vive una docena de agustinos recoletos,
que es la orden a la que después de la Desamortización se devolvió el convento,
patrimonio benedictino durante siglos, y estos agustinos habían andado mucho
por las Filipinas; de hecho, su condición misionera filipina fue la que les
facilitó su instalación en el convento. Lo curioso es que en el de Valvanera,
aún benedictino, crezcan los retoños agustinos. Indagaré más en el asunto
porque por fin he podido hacerme con la imprescindible Historia de los agustinos recoletos de Ángel Martínez Cuesta. Ardo
en deseos de enfrascarme en su lectura.
A los benedictinos los pude ver en una capilla
aneja a la iglesia, de aire sesentero, seguramente mejor caldeada que el coro
de toda la vida. Se cuidan bien los frailes: una tropa de camareras
colombianas, dependientes cubanos y jardineros de la tierra (incluido el
matrimonio que atendía el huerto) les hacen la vida muy sencilla, aunque uno
habría esperado la sencillez del monje que planta el huerto por su mano.
Entretanto, el padre prior, supongo, metido en internet desde las nueve de la
mañana, cobra las tarifas de la hospedería. La cosa, en fin, adquiere, sobre todo
en días de sol, el aire que tenían esos balnearios que proliferaron en las
sierras franquistas. Los muros siguen siendo de piedra colorada (ignoro si allí
también la llaman rodena), pero las contraventanas ya son de peuvecé,
discretamente pintadas con esmalte rojo.
El único defecto que encontré en el monasterio
no se debe tanto a las relajadas costumbres neobenedictinas como a las
estrictas normas del Gobierno de La Rioja. Empeñados en controlar la
proliferación de cabras monteses, han dejado que se enzarcen sus veredas, y así
he venido, con los brazos acribillados a rasguños, como si en vez de respirar
el aire puro me hubiera dedicado a los cilicios. Llevo un par de días
inventando fantásticas historias para justificar esas costras en forma de runa
que me llenan los brazos como si fuera un bárbaro gelono. Para cuando fui a visitar
los monasterios de San Millán, me sentía como un monje troglodita de los que se
fueron con el santo a las montañas.
Para un profesor de lengua española ir a San
Millán es como para uno de biología visitar la casa de Darwin, a la que por
cierto se puede ir andando desde el mismo Londres. Uno se alegra de que hayan
sabido montar un buen complejo de turismo cultural, y siente un algo en el
estómago cuando ve, labradas en mármol blanco, las célebres palabras enos sieculos de lo sieculos, que saben
a octubre, a ocres de vendimia y alumnos junto al radiador. En la misma lápida
están las primeras palabras escritas en vasco de las que hay constancia, izioqui dugo… Es emocionante, sobre todo
antes de empezar el curso.
Todo el aparato cultural está en el monasterio
de Yuso, junto al pueblo, un edificio orgánico de siglos donde conviven piedras
de edad media lluviosa con fachadas renacentistas y frescos dieciochescos,
conservados en sus candorosos coloretes gracias a un suelo de alabastro con poderes
isotérmicos. La guía (excelente) se detenía en los conductos de aire que
mantienen los cantorales sin necesidad de envasarlos al vacío, o en el
envidiable suelo de barro del refectorio, en el ingenioso facistol o en la
declinación del sol equinoccial, siempre con detalles interesantes para el
profesor peregrino y para el jubilado amo de casa.
Pero el monasterio de las entretelas, el que uno
se imagina cuando lee a Berceo, es el de Suso, allá arriba en la montaña,
recoleto, medio excavado en la piedra, con cuevas que albergan cenotafios,
relleno de tumbas, sobre todo las de los cuerpos, que no las cabezas, de los
siete Infantes de Lara. Tan solo se conserva la planta de la iglesia, pequeña,
suficiente, prerrománica, con arcos mozárabes y asientos de piedra visigótica,
pero no la parte de las celdas y el scriptorium de mi amigo don Gonzalo. Todo
ello, imagino, igual de escondido entre las matas, sin subir los techos por
encima de los árboles, sin esa retórica del exceso que es la arquitectura
posterior al románico, amén. Son nuevos los elegantes arcos de medio punto que
a modo del claustro que no hubo (qué más claustro que los matorrales, si lo
sabré yo) se asoman a la sierra blanda, recortada, mullida de robles y castaños,
y a ese paisaje transitivo, sin excesos, en el que respiraba Berceo y en el que
se incubaron esas palabras sagradas.
De hecho, al pasar por Berceo, rumbo a Nájera,
con el brazo en carne viva por fuera de la ventanilla para que el airecillo de
la sierra me lamiera las heridas, uno de mis acompañantes me preguntó si no me
apetecía parar allí, entrar al mesón Berceo o a la tasca don Gonzalo, y yo
dije, un poco pedantemente (efectos del cilicio natural, y de los años de
brega) que Berceo estaba en el paisaje, en la transición de los valles feraces
a los secarrales castellanos. No es ese un paisaje de monótonas hileras sino de
bancales reducidos (exiguum colito),
ribeteados por linderos de hierba oscura. Los álamos son chopos y se aprietan
junto al río, como si fuesen acompañando al agua en un rebaño frondoso. La
proporción de los bancales que se sacan de la ondulación del terreno es más
humana que en Castilla. Un labrador arando (ahora, más bien, binando cepas) no
es una mota perdida en el horizonte abrasador sino un señor al que casi se le
ve la cara, porque el horizonte en estas tierras siempre está ahí al lado. No viven
encerradas como en los valles vascos, pero cerca está la loma que los protege
de los vientos fríos. Los pueblos se refugian detrás de los peñascos, a veces
tapizan de tejas un collado, las casas se aprietan para dejar todo el espacio llano
a los viñedos. Se ve verdura, pero no es selvático. Se siente la piedra, pero
no es duro. Los viñedos al tresbolillo están plantados con el mimo y la perfección
con que don Gonzalo esculpe sus alejandrinos. Triunfa el ocre presentido, el
último verde intenso de las parras, los reflejos violetas de las uvas. Berceo
no tenía esa melancolía que dan los pardos serrijones cuando pasas hacia el sur
el puerto de Piqueras. Berceo estaba la mar de contento en su scriptorium del
monasterio de Suso, y la paz interior se reflejaba en el amor que le ponía a
las palabras. Se ha entendido mal lo de las monótonas hileras, creo. Machado
soñaba en Soria con Berceo, pero si hubiera ido a leer sus versos al monasterio
de la Valvanera se habría detenido más en el calor cercano. La sopa de convento
no le habría sabido a tocino rancio sino, como a mí, a apio recién cogido en
los huertecillos donde casi me despellejo. De hecho, si seguimos ascendiendo
por aquel barranco de matojos fue porque pasamos junto a un manzano bien
podado. Por el hombre, no por las cabras.
Que buen paseo me has dado. Cuando vaya, si voy, me llevaré este escrito para ir comparando.
ResponderEliminarJuan Carlos Navarro
Me alegra que hayas vuelto por aquí. Estuvimos, mi entonces novia y yo, en el Monasterio de la Valvanera por el año 82, más o menos, con el 127, y cenamos y dormimos una noche, y desayunamos también, supongo. Llegamos porque, a esas horas, por aquellas carreteras de entonces y sin reservar, que era lo normal, no había nada más. La cena fue frugal, tal como dijo el monje, y mi recuerdo de aquello es agradable, como casi siempre. Me ha hecho gracia recordarlo a través de ti.
ResponderEliminarUn abrazo