11.9.14

Impresión calenturienta

               


    No siempre me convencen los maridajes que propone El Prado entre clásicos y modernos, o esos revueltos de fondos que aspiran a ofrecer otra mirada. Pero esta vez, con la exposición de El Greco, lo cierto es que se han lucido. Es magnífica, por amplia, por completa y por instructiva. Uno sale de allí sin la menor duda de que Las señoritas de Avignon es un Greco con aristas, y eso que el cuadro de Picasso no estaba, y ya podía porque el MOMA lo tiene expuesto justo enfrente de un Van Gogh y esas damas tan atractivas no ven más que cogotes de visitantes. Lo de la admiración de Picasso por el Greco ya lo sabíamos, pero mi inacabable ignorancia desconocía de qué modo influyó también, por ejemplo, en Jackson Pollock.Y es evidente, tanto como lo es cuando se lo compara con varias piezas de Chagall o con la abultada, matérica presencia del expresionismo alemán. Respecto a Picasso, y quizá por la presencia de unos cuantos dibujos y estudios de caras, a mi modo de ver su admiración no suele ir mucho más allá de la caricatura. A Picasso le encanta dibujar, y a veces pintar, a la manera del Greco, y desde luego que es el puente que clarifica el nacimiento del cubismo, que en buena medida tiene en sus flamas poligonales una referencia inevitable. Con caricatura uno no quiere decir que se lo tome a broma sino que saca siempre el lado expresivo más feliz. Sus estudios sobre el rostro del Caballero de la mano al pecho parecen, de lejos, viñetas de Bagaría, y en ese sentido uno se acuerda también del gran Coll, el dibujante del TBO.



    En todo caso son búsquedas, estudios, referentes, sagazmente dispuestos por la organización, como esas dos esculturas en madera policromada del Greco que flanquean Los bañistas de Cezzane y donde el movimiento de los cuerpos es el mismo, y donde queda clarísimamente demostrado por qué los culos de Cezanne (y los de Matisse) son como son, de glúteo largo no caído. Solo he encontrado una foto frontal de las estatuas de Pandora y Epimeteo, pero en la exposición, con buen criterio, las han puesto de espaldas junto al cuadro de Cezzane.
               Y todo por un cuadro que compró Zuloaga, el impresionante Visión de San Juan, y se llevó a París, donde todos los artistas del momento tuvieron la oportunidad de echarle sus humos de pipa. Al margen de los libros que en España y en Europa se editaron a partir de 1902, ese cuadro ultramoderno podría decirse que ajustó el foco a la lente vanguardista, le abrió una puerta grande al campo que comparten la abstracción con la figuración. Pero Zuloaga, además de viajar hasta París con semejante cuadro, lo incorporó a los suyos. Esos ribetes negros, esos cielos cárdenos y esos ojos caídos de Zuloaga ya no se irán nunca, y sin dejar de ser genuinamente suyos, o quizá por ello, jamás ocultan su procedencia. Comparar a Zuloaga con el Greco es, por encima de todo, ver cómo un artista ha penetrado en otro sin dejar de ser él. El anacoreta, ese clérigo “escueto y rechupado”, como diría Galdós, da con el perturbador sosiego de los cuadros del Greco, con su reveladora deformación; como también lo demostró en el célebre Mis amigos, que todos hemos visto en los libros de texto de literatura y nunca nos hemos fijado en la hermosísima copia de La visión de San Juan, en la que, muy oportunamente, ha tapado con cuerpos de artistas y escritores al propio San Juan y ha dejado los cuerpos desnudos que sufren o bailan en sus pesadillas.


              Porque hay dos maneras de asimilar algo. Una es copiar, tomar, imitar para emular, utilizar, reciclar, que es, en el fondo, ya digo, lo que hacen Picasso y Cezanne, y desde luego la mayoría de los expresionistas alemanes, que se despreocupaban, en su brutalidad germana, del etéreo mirar, y se quedaban con las sombras de ceniza y las pelladas de pintura. Zuloaga lo incorpora, comparte su mirada, pero los otros, sobre todo los alemanotes, lo utilizan.
               Quizá mi cuadro favorito sea la Purificación del templo, esa estatua danzante y relajada que lo preside todo, ese desmadejamiento sensual de los mercaderes, el aire sereno de Cristo, que parece que va a lanzar un swing. Es como si la abnegación y el sacrificio relajasen los músculos lo suficiente como para gozar del dolor en las situaciones más difíciles. ¿Hay mejor manera, más moderna, de pintar un San Sebastián que como lo pintó el Greco? En casi todas su obras encuentro ese fondo de renacentismo atormentado, de clasicismo romántico, de miradas plácidas hipertrofiadas por la tensa oscuridad que las rodea, que es en lo que consiste la mirada mística. Los veloces vanguardistas imitaron las formas, las ondulaciones, los impresionantes colores, o sea lo primero que se ve. Pero quién imita esa mirada, dónde está esa candidez estética, esa brisa de placer morboso, ese quedarse suspendido en la propia belleza mientras se atraviesa la cueva de los horrores del mundo terrenal, que es el rasgo primero de la modernidad. Eso los alemanes no lo vieron, y Picasso yo diría que tampoco, ni los cubistas ni los expresionistas ni demás fabricantes de arte a granel. 
               Pero hay un retrato de Amedeo Modigliani, una versión de El caballero de la mano al pecho, que sí es esa mirada. Ahí sí está la transparencia, la debilidad de la hermosura. El Greco lo consigue con grandes ojos arrasados que miran al cielo con ternura y Modigliani con ojos pequeños y un poco asustados de convivir con tanta belleza en medio de un mundo tan feo. Asustados, incluso, de su propia paz interior en la circunstancia tenebrosa de la vida. Los colores de Modigiliani no son los de El Greco, pero en uno y otro caso son los que justifican esa mirada. La estatua de Los mercaderes reposa igual de ausente que los propios mercaderes, como una llama de mármol, el último candil de la belleza pura. Es eso lo que parece hacer Cristo, limpiar el templo de vulgaridad estética, pero hacerlo, en el fondo, sin demasiadas esperanzas. Me temo que otra exposición igual de amplia se habría podido reunir con el motivo de la belleza aislada, desprotegida ante la invasión de los brochazos alemanes.


               No es el caso, tampoco, de Jackson Pollock, que no hurgó en las miradas pero sí en los movimientos, en los contrastes, en la parte técnica de la cosa, no en su primera impresión. Él también, a su modo, lo incorpora, entiende que en el Greco no hay ondulaciones blandas, que todas son dramáticas, que cada línea de la silueta es un ejercicio de misticismo, que no solo son llamas, que son sentimientos contradictorios. El diálogo en el Greco se produce entre la exquisitez etérea y la tormenta que produce, y eso está en los ojos de los mártires pero también en las pinceladas de Pollock. De hecho, el primer libro que saqué de la estantería cuando volví del Prado fue A contrapelo, de Huysmanns. Si para cuando lo escribió llega a saber algo del Greco, seguro que llenaba con sus cuadros la novela entera. El Greco está siempre al borde de la blasfemia: lleva los iconos del dolor al grado más sensual de su belleza, siempre un punto perturbadora, pecaminosa, como es la imaginería católica, algo que la iconografía protestante se tiene prohibido y por eso lo emborronaban todo. No podían entenderlo como lo entendió Modigliani. 
               Mi visión del Greco ha estado siempre un poco tapada por el visor de la Generación del 98. Y es una visión muy parcial, complementaria, explicativa, como si el Greco hubiera dado en la llaga con la forma de representar el misticismo. Uno se quedaba con el Greco de Azorín, de personajes “alargados, retorcidos, violentos, penosos, en negruzcos tintes, azulados violentos, violentos rojos, palideces cárdenas”, el de “la sensación angustiosa de la vida febril, tumultuosa, atormentada, trágica”, como dice en su Diario de un enfermo. Veíamos el “naturalismo espiritualista” de que hablaba Unamuno, pero pasa el tiempo y me quedo con estas líneas deliciosas de Valle-Inclán en La lámpara maravillosa. Resumen bastante bien el Greco que vi después de dejar de tomármelo tan en serio, que es una manera de trascender, de despojarse de las angustias:

Doménico Theotocópuli tiene la luz y tiene el temblor de los cirios en una procesión de encapuchados y disciplinantes. En la penumbra de las capillas los cuadros dan una impresión calenturienta, porque todas las cosas que están en ellos han sufrido una transfiguración. Sobre los fondos de una laca veneciana y profunda están los rostros pálidos que nos miran desde una ribera muy lejana.


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