La
educación sentimental es mejor novela que Madame Bovary. Pero Emma es un mito, y Frederick, lamentablemente,
no. Es mejor novela porque todo el trabajo de arquitectura, que es enorme, no
está al servicio de un plan previo sino al de un plan que parezca más
circunstanciado. Flaubert, gran lector de Cervantes, tenía que ser consciente de
que a pesar de todo Emma Bovary es demasiado idiota para sentirla del todo viva.
El autor había estado demasiado encima de ella, no le había permitido tener un
arranque de rehabilitación. Con Madame
Bovary siempre me surge la duda de por qué una mujer tan estúpida ha
llegado a ser icono del feminismo. En La
educación sentimental, sin embargo, todas las mujeres son dignas. Pueden
amar locamente pero no hasta el punto de hacer el imbécil. Incluso Louise, la
más despreciada, sobrevive a su desgracia largándose con un cantante. La señora
Dambreuse, a la que Frederick seduce, con su marido de cuerpo presente, para
sacarle las perras, se comporta luego con toda la entereza de quien es capaz de
hacer pasar un engaño por un capricho de ricachona. La estupenda Rossanette, la
Mariscala, es una mujer viva, cambiante, siempre atractiva, una mujer dulce y
bragada, ingenua y calculadora, madre y amante, ramera y señora. Quizá la menos
viva, la más tontamente abnegada sea Madame Arnoux, la única a la que –dice
Flaubert, aunque yo no me lo creo del todo- amó Frederick, pero aun en ese caso
no hay tontería sino dignidad. En ningún momento se nos ocurre como lectores
infravalorarla. Pasa por la novela como una dama que vemos desde la terraza del
hotel, paseando entre los cipreses. Pero Flaubert la comprende, a ella y a
todas, y el tópico flaubertiano de que todos los personajes son bobos o
ridículos vamos a dejarlo en Emma. Por más que a veces lo intente el autor,
estas otras mujeres jamás dan pena.
Germán Palacios, el traductor,
vincula a Flaubert sobre todo con La familia
de León Roch, por alguna escena de niños enfermos y así. Pero yo me he
acordado mucho de Lo prohibido
leyendo esta novela. Galdós utilizó, más desparramadamente, sin ese lujo
constructivo, una cimbra parecida. Un joven ocioso y despreocupado (creo que se
llamaba Guzmán) trata con tres hermanas, de las que solo seduce a una, la más
delirante, a la que deja porque no quiere líos. De las otras dos, una es de
férreo sentimiento popular, amante hasta el final y a pesar de todo de su
marido, Celestino Miquis, el más tonto de los Miquis, y otra, que es la que el
protagonista hubiera querido de verdad, es una gran mujer sin delirios de
grandeza ni aprensiones de pobre, pero es sensata y no quiere perder la cabeza
por cualquier quisicosa. Camila y Juana (la pobre y la sensata, hablo de
memoria) son grandes mujeres, y Eloísa, la más fantasiosa de todas, la más
Bovary, es un poco insoportable.
Galdós tampoco hurga más en ellas,
pero Flaubert es como un inspector técnico que no deja tuerca sin apretar. Con
más o menos pinceladas, la novia del pueblo (Louise), la dama inalcanzable (Madame
Arnoux), la fogosa contenida (la Dambreuse) y sobre todo Rosannette son grandes
construcciones dramáticas. A veces las queremos, a veces las detestamos, pero
siempre las comprendemos, que es lo que nos hace ser felices leyendo las
novelas de Galdós. Más de una vez meneamos la cabeza como si el único imbécil
fuera Frederick, que no sabe ser feliz con semejantes mujeres. Con los Bovary
no fui capaz de sentir lo mismo.
Sobre el
tema del estilo en Flaubert yo creo que ya hemos hablado bastante. La educación sentimental le costó
escribirla cinco años, una página cada tres días, porque mayor velocidad que
esa, teniendo en cuenta el nivel de detalle que exhibe Flaubert, me parecería
una locura. No hay, pues, aparentemente, ese desbordamiento narrativo que tanto
disfruto en Galdós, que escribía con lápiz para no perder tiempo mojando la
pluma en el tintero. El pobre Arnoux, una especie de Micawber en pendón, buen
personaje, le sirve a Flaubert para alguna de sus más famosas descripciones, la
de la fábrica y la tienda de cerámica, una orgía de significantes musicados, y
en cualquiera de ellas (el paseo con Rosanette por el bosque, el fiambre de
Dambreuse, los salones, las tabernas) uno percibe que aquel es un discurso
recamado, demasiado preciosista para no haber sido elaborado meticulosamente,
depositando las palabras en su hueco con una pinza de orfebre. Flaubert usa
estos solos de violín, estas exhibiciones de pasamanería, cuando la acción
lleva ya desatada varias páginas. Acelera y remansa, pero mantiene vivo el
mismo ritmo, ese trote ligero, nada especulativo, capaz de extenderse varias líneas
con el mobiliario pero también de resolver en cuatro pinceladas un complejo
sentimiento.
Esa
sublimidad ininterrumpida,
deslumbrante por difícil (aunque su dicción sea tan fluida y natural), barniza
la novela de modernidad, de la que podríamos sacar extensos párrafos como
ejemplo de naturalismo y de decadentismo, eso que a partir de Huysmans
parecieron dos cosas distintas. Zola quizá pensaba en Flaubert como padre del
naturalismo por esas largas reuniones de amigos que luego él hipertrofiaría en
la boda de La taberna (y que llega,
sin ninguna duda, al cementerio de Dublin y a las conversaciones de Leopold
Bloom) o por esos fragmentos de cirugía forense que ocupan en sus novelas lugar
aparte, esta vez un solo de violonchelo negro. Pero esa misma delectación
descriptiva, esa misma imponente objetividad es la que marca la distancia.
El episodio del cadáver de Dambreuse es una obra maestra que uno sorbe como un
vino delicado, pero ese mismo tono ya está por todas partes:
Las
residencias reales tienen en sí una melancolía particular, que depende sin duda
de sus dimensiones demasiado considerables para el pequeño número de sus huéspedes,
del silencio que sorprende encontrar en ellas después de tantas bandas
militares, de su lujo inmóvil que prueba por su vejez la fugacidad de las
dinastías, la eterna miseria de todo; y esta exhalación de los siglos,
adormecedora y fúnebre como un perfume de momia, se hace sentir incluso en las
cabezas ingenuas. Rosanette bostezaba de una manera desmesurada. Regresaron al
hotel.
La suntuosidad es siempre
despectiva, la puntillosidad es en sí misma un regodeo. Verlo todo es saberlo
todo, y se perdería esa verdad que anida en lo entrevisto, en lo borroso, como
diría, muchos años después, Gabriel Miró, un Flaubert sin sangre en las venas y
con pico de viuda. Y por eso Flaubert utiliza una técnica constructiva heredada
de los antiguos poetas helenísticos. El naturalista se hace pesado cuando
quiere respetar las proporciones. El moderno, en cambio, puede despachar un
viaje en una línea y una vida en media docena, pero quedarse un largo rato
describiendo un camafeo. Flaubert telegrafía la narración pero se enjugaza en
los detalles, da cuenta fría de los hechos y se demora en actos sin aparente
trascendencia. Cuando abandona esta deliciosa asimetría, hacia el final, cuando
el ritmo es solo el de los hechos, lo cierto es que roza lo truculento, e incluso
en una escena tan espléndida como el último encuentro entre Frederick y Madame
Arnoux el moderno Flaubert no puede sino dejar que se le escape alguna broma. “Ver
su pie me trastorna”, dice Frederick, y uno, en vez de sentir, sonríe, que es
lo que hicieron los modernos con el romanticismo.
Frederic
sospechó que mme. Arnoux había venido a ofrecerse; y él se sentía de nuevo
preso de un deseo más fuerte que nunca, furioso, implacable. Sin embargo,
sentía algo inefable, una repulsa y como el terror de un incesto. Otro temor le
detuvo, el de sentir después hastío. Además, qué problemas se le plantearían, y
a la vez por prudencia y para no degradar su ideal, dio media vuelta y se puso
a liar un cigarrillo.
Pero la novela no es solo estética.
Como novela histórica, es un impecable retrato de la Francia en tiempos de la
Segunda República, a decir de los historiadores y prologuistas. Seguramente; pero uno se acordaba, en las escenas de muchos figurantes, de la Historia de dos ciudades, ambientada en
la Revolución, con la que no estaría mal comparar esta novela de Flaubert.
Desde luego que no tiene la intensidad aventurera de Dickens, y los salones
están mucho más meticulosamente descritos, pero el aire de la historia, eso que
se respira en Dickens, aquí es una galería de cuadros del siglo XIX. Flaubert
viajó a todos los lugares que describe y tomó notas en los portales donde
agonizaban los desesperados, pero los cuadros huelen a óleo, no a brisa.
A mí me da lo mismo. Yo disfruto de los dos.
A mí me da lo mismo. Yo disfruto de los dos.
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