20.10.19

Entretiempo


El fresco bendito se ha instalado entre nosotros. Las mañanas no pasan de dos o tres grados y en la fuerza del calor hoy no llegaremos a los quince. Cerramos las ventanas por la noche, nos cubrimos con una manta fina cuando nos sentamos a leer y una chaqueta de punto cuando salimos al jardín. Los perros están encantados, como si hubieran perdido peso. Por las mañanas, después de la guardia nocturna, amanecen tumbadazos debajo del cerezo, se les ha ido la torrija anticiclónica, juegan entre ellos para desperezarse y no tienen ese andar cansino y cabizbajo con el que iban visitando sombras, a ver cuál era menos ardiente.
Tal es así que, como estamos en preludio de temporal (en el pueblo dicen que es una mentira para que siembren los labradores), no ha de pasar de hoy que encendamos la chimenea, y con la hipnosis del fuego vendrá la entrada en el frío. Casi estamos deseando que la casa se destemple para regresar al mundo del sosiego. El calor tiende a la excepcionalidad, por el mucho trajín o la insólita pereza, pero el frío vuelve a poner los muebles en su sitio. Por mucho que viento las menee, la intensidad del sol sobre las hojas es de una limpieza impoluta, ahora que acaba de asomar, sin las manchas de brillo que le saldrán cuando suba, si es que el cielo se despeja, porque los nubarrones avanzan como tomados de hollín, pero el sol no ha subido aún lo suficiente y dora las copas de los álamos y tiñe de rosa la panza de las nubes con rayos horizontales y tenues. Tiene que ser este el rosicler del conde de Niebla, «rosas la alba y rosicler el día», es decir el rosa pálido después de amanecer, a punto de sembrar el campo de espejuelos, o de desvanecerse en el oscuro humo de las nubes.
El viento dobla las ramas altas, hay un rumor de fronda que sube y baja según la intensidad de la ráfaga, pero todavía están las hojas fuertes para resistir el vendaval, que tampoco es muy recio. Es un grado más del simple hacer corriente, no lo suficiente para desnudar los árboles pero sí para que tengamos cerradas las ventanas, no tanto para sujetarse el sombrero al caminar entre los manzanos como para llevar las manos en los bolsillos. Un viento, digamos, reflexivo, con el que se puede convivir.

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