7.10.19

Catalpa


Las catalpas están alicaídas. Sus hojas grandes tienden a estar mustias, algunas empiezan a decolorarse. Plantamos tres catalpas en la época de la sombra ornamental, sin saber que su sombra es muy tenue, apenas una celosía de hojas leves que mancha el suelo con corros de luz. Yo las había visto en el jardín del instituto, en Madrid, donde trataban de apretar las ramas y sacar copas frondosas de un árbol que es de otra manera. Mientras las nuestras crecieron eran árboles destartalados, y más de una vez nos preguntamos si lo que hacían los jardineros de Madrid era lo más aconsejable. Pero las dejamos estar, afortunadamente. Ahora que ya tienen seis o siete metros de altura, su coherencia nos encanta. Las ramas se extienden muy abiertas, languidecientes, como los brazos de un poeta que hace el gesto de volar, y las hojas, que han estado tersas pero nunca rígidas, no la tiesura de la higuera ni tampoco el desmayo del sauce, tienen más bien un caerse como caen los dedos de la mano muerta, que nunca cuelgan verticales. Ahora ya están más frondosas, así que, cuando empiezan a desfallecer las hojas y a clarearse las ramas, adquieren una delicadeza japonesa, de trazos sutiles, lentos, como en precario equilibrio, momentos de un lento descender hasta ese ocre cobrizo que toman cuando ya están a merced del viento, y cualquier ráfaga un poco desabrida las hará caer.
 Pero todo es más veloz de lo que yo quisiera. Esta mañana no había más que media docena de hojas amarillas, y esta tarde ya han teñido buena parte de la copa. Nada ocurre lentamente en la naturaleza, todo son procesos súbitos, bajones repentinos y arreones fulgurantes, y entre medias esos mismos procesos escapan a nuestra atención pero son igual de bruscos. Ver crecer la hierba es un sinvivir de acontecimientos. Verla morirse, todavía más. Cuando empiece el concierto de ocres no daremos abasto para registrar los tonos, ese aspecto de bronce vulnerable, de armas caídas, pero también de una elegancia rara. Entre las frondas del cerezo y el nogal que la flanquean, por encima del tupido follaje de los membrillos, la catalpa exhibe su fragilidad, su resignación, su arte para ser bella y delicada en medio de un bosque de árboles monumentales.

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