17.10.14

Los últimos amenes

            

Con los años van cambiando los hábitos lectores. De mozo era impaciente y voraz: si el libro me gustaba, lo leía compulsivamente; si no, a la primera confirmación decepcionante lo arrojaba, como decía Umbral. Me gustaría relamerme con más despacio, pero sigo devorando aquello que me satisface. En cambio, rara vez abandono ahora una lectura, e incluso he encontrado un cierto morboso placer en arrastrarme por un libro que no me interesa, quizá porque es la única manera de leer sin ansias.
            Es lo que me ha ocurrido leyendo Bouvard y Pécuchet. Me dejó de interesar a las primeras páginas, cuando le vi el plumero, y cada vez me iba interesando menos hasta que, chino chano, he llegado hasta el final. Qué extraño placer. Ha sido una lectura exenta, la conciencia de mí mismo leyendo, la contemplación impasible de unas páginas aburridas, escritas con sintaxis de abuelo, un chiste demasiado largo cada uno de cuyos pequeños chistes no tenía ninguna gracia. Me ha recordado los últimos libros de Baroja, novelas como Los visionarios, que no son más que sartas de opiniones cascarrabiosas con personajes de cartón.
            La novela consiste en que dos personajes indiferenciables intentan poner en práctica los avances científicos e intelectuales de los más variados ámbitos pero fracasan porque son tontos y porque siguen al pie de la letra todo tipo de científicas estupideces. Es como el Fray Gerundio de Campazas, pero creo recordar que el padre Isla me hizo más gracia. Ya hacia el final, cuando les da por la frenología, Flaubert nos cuenta en qué se diferencian: “Bouvard presentaba la protuberancia de la benevolencia, de la imaginación, de la veneración y de la energía amorosa: vulgo erotismo. En los temporales de Pécuchet, se apreciaban la filosofía y el entusiasmo, unidos al sentido de la astucia”. Es decir, que uno es más cándido que el otro, aunque viéndolos actuar nadie lo diría porque parecen igual de estúpidos.
            Pero lo malo no es eso. Con esos mimbres, sin personajes, tan solo un coro de figurantes (una dueña avarienta, un criado sensato, un niño salvaje, una niña muy adelantada) siempre puede hacerse algo interesante. El género viene, en efecto, del enciclopedismo, Pangloss y por ahí, si bien vuelto del revés, como si Flaubert hubiera pasado años buscando con lupa las contradicciones que supuran los tratados. No es solo la farsa del erudito, sino la de la propia enciclopedia, una ciencia fantástica que rara vez tiene algo que ver con la vida de carne y hueso. Flaubert cita centenares de libros y en el fondo se acaba convirtiendo en el único personaje del libro, el intelectual misántropo que se encierra en su torre para poner de manifiesto las contradicciones y sandeces de la llamada ciencia moderna. Para que eso se sostenga, el dúo cómico tiene que ser tan bueno como el de don Quijote y Sancho, pero en este punto Flaubert olvida algo fundamental: ni don Quijote ni Sancho son gilipollas. Es lo malo de la sátira, que cuando uno se ríe de sus propios personajes la gracia suele ser muy limitada y la risa floja se acaba enseguida.
            Pero es que además (quién sabe si no por efecto de la traducción, no creo) todo está escrito como sin ganas. Las notas preparatorias que se publican después del final abrupto son igual que la propia novela. Es la prosa de quien ya no cree en la prosa, de quien empalma frases sin prestar atención al ritmo general de la novela, de modo que pronto da igual el orden en que se lea, las páginas que se salten, los párrafos que se lean mirando la televisión, todo es uno y lo mismo y la idea está muy clara desde el principio. Muy bien, Flaubert no es partidario. ¿Y qué más? Algunos momentos, pocos para semejante empeño.
            Cuando empiezan a cansarse de tanto derroche experimental, B. y P. abrazan la vida piadosa, el “cerrarse el alma en sí misma”. “Bouvard se entristecía hojeando aquellas páginas, que parecen escritas en un tiempo de bruma, en el fondo de un claustro, entre un campanario y una tumba (…) Y los dos infelices, después de todas sus decepciones, sentían la necesidad de ser sencillos, de amar algo, de sosegar su espíritu”. Subrayé la frase porque me parece un buen tema de novela. El ascetismo rara vez es un sacrificio; con frecuencia es una necesidad. Pero Flaubert no sigue este hilo ni ninguno más que el del plan previo, las ciencias en sentido ascendente (la última, en la cúspide, con el niño insoportable, es la pedagogía roussoniana), y más citas de libracos y más bromas sin gracia.
De vez en cuando le sale el Flaubert que admiramos, cada vez que se encuentra un cadáver (magnífica la descripción del perro muerto), que retrata una escena de amor (la cópula de dos aves de corral, cuando Bouvard está intentando trajinarse a la dueña avara, ¿o era Pécuchet?), pero lo más aprovechable de este libro, lo que le ha dado verdadera fama, es que es un cajón de citas, que el libro entero es una inmensa cita que citar en general, sin conocerla, y reírse después como si se tratase de un placer inteligente. Flaubert la emprende contra esto y aquello, contra el progreso, contra la democracia, contra la ingenuidad que anida en ambos. Son sátiras amargas porque huelen a viejo maniático, no porque nos alumbre sobre la fabulosa trampa en que vivimos. Si alguna vez se le presenta una buena historia (cuando ronean a Mélie y a la señora Bordin), Flaubert la desperdicia en aras de una moralina cenicienta y agorera. No debería haber sido Pécuchet sino Bouvard el que agarrara unas purgaciones con la criada, y eso el Flaubert de las grandes novelas no lo habría dejado pasar. Pero aquí, ya, al pie del estribo, da la sensación de que le daba lo mismo, de que escribía igual de maquinalmente que yo me lo he leído, con un entusiasmo parecido.
Sí, sí: hay que situarla en su contexto, su raigambre cervantina, esas páginas en las que vemos al abuelo de Juegos de la edad tardía o de La fuente de la edad, ese prebarojianismo que en el fondo es lo que más me ha interesado, esa orgía perpetua (de estas páginas sacó el título Vargas Llosa) que uno vislumbra no ya tanto como lector sino como personaje a medida que se va sintiendo tan estúpido como sus protagonistas, tan necesitado de lectura y de recogimiento, tan amigo de la cosa campestre y tan impermeable a la vida moderna. Bouvard y Pécuchet se inventan su entusiasmo, crean a conciencia su locura. Es la parte melancólica del libro, pero no tanto por su lado quijotesco, sino por el del cura y el barbero, cuando juegan a ser quienes no son.

Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet, trad. Germán Palacios, Cátedra, 1999, 367 pp.

3 comentarios:

  1. No me leeré el libro, pero me lo he pasado muy bien con tu comentario. me imaginaba al bueno, o no, de Flaubert escribiendo el libro; buscando citas, torciendo el morro cuando pensaba en lo que les iba a ocurrir a sus personajes, la criada subiéndole a su escritorio un caldo caliente que el rechaza... creo que este comentario tiene dentro una buena novela. :)

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  2. Hace océanos de tiempo leí el Bouvard en la cutre edición de Península (si no recuerdo mal). Hace poco lo he releído en la edición Debolsillo, aunque veo que hay otra en Cátedra. Me haré con ella. También me apetece el original. En efecto, es un libro del que estás maldiciendo desde la primera hasta la última línea, siempre al borde del desahucio y del salir por la ventana, pero cuando lo acabas, comprendes que ya no podrías vivir sin él...

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  3. “…es un libro del que estás maldiciendo desde la primera hasta la última línea, siempre al borde del desahucio y del salir por la ventana, pero cuando lo acabas, comprendes que ya no podrías vivir sin él...”.
    Pasa con Knockemstiff, de Pollock.

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