22.6.25

Descenso

 Cuaderno de verano, 2


Estreno el verano con un artículo de hace veintisiete años, y al leerlo me sorprende no haber cambiado de opinión. Sigo detestando los calores, renegando del estío, y quizás el único consuelo sea ese momentáneo detenerse en el punto más alto, con toda la energía potencial de las montañas, antes de ir bajando, acaso demasiado lentamente, como se cruza un desierto cuyas arenas están no más de un grado inclinadas hacia el mar. Quizá se hayan recrudecido las manías, porque antes el ocio era un consuelo y uno pasaba las tardes inmóvil, en una penumbra que apenas dejaba leer, pero al día siguiente no había escuela, y el verano se pasaba entre dos fuerzas opuestas, dos deseos encontrados, el de que se fuera pasando el calor y el de que no se terminaran las vacaciones. Cuanto más joven es uno, más puede el deseo de apurar el tiempo, da igual que haya que moverse por un fluido caliente cuando se sale a la calle, pero las noches son tibias y las bebidas están frescas. Luego, de viejo, la contradicción persiste con términos algo distintos: uno quiere que venga el otoño cuanto antes porque ya todo es un rodar hasta el final sin darle a los pedales, pero también es posible que cada verano sea el último, que no haya mucho tiempo para recordar. El horizonte inacabable de cuando éramos niños y todo eran gritos de alegría en las piscinas es ahora un adaptarse a la quietud. De momento ha habido que cambiar ciertas costumbres. El mismo día del solsticio dimos fin a los hábitos asténicos de la primavera: prohibido quedarse en la cama mientras cantan los pájaros en la ventana. Ahora que no hay más obligación que seguir vivo, uno se adiestra para levantarse al alba, y que el primer trino del mirlo aún medio dormido nos coja preparando ya la cafetera. Hay que reencontrarse con las horas escondidas, volver a esos momentos de alucinación en los que todavía corre una brisa templada. Más que en ninguna otra época del año hay que adaptarse a los rigores monacales, quién viviera en una celda de granito medieval, allá en las asperezas de la sierra, y tuviera incluso que meter las manos en las mangas mientras acude por el claustro frío al coro de maitines. En esto se nota la vejez, en que el calor anima a combatirlo a fuerza de virtud.

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