21.6.25

La parada del sol

Cuaderno de verano, 1


Hoy celebramos, por equivocación, la llegada del verano. El verano no empieza hoy, en todo caso es hoy cuando termina. Lo que hoy empieza es el estío, o sea la segunda mitad del verano, que ya empezó hace tres meses. «La primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al otoño, y el otoño al invierno, y el invierno a la primavera», dice Sancho Panza echando mano del sentido práctico. Los agricultores celebraban la llegada de la primavera en San Antón, el verano a finales de abril; por San Juan comenzaba el estío, hasta la recogida del pan y el vino, allá por la Virgen de Agosto; y el otoño se hacía invierno para Todos los Santos, con la siembra del trigo y la recogida del ganado. Esto, más que una división en cinco estaciones, era un modo de orientarse, y tanto más sensato cuanto más efectivo. Pero tampoco era el único. En el Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, encontramos que el invierno va de noviembre a enero, y el verano de febrero a abril; después el estío dura hasta julio, y el otoño termina en octubre.

Don Julio Caro nos dice que ésta es la división que hacían, hasta bien entrado el siglo XVII, los astrólogos y los eruditos, pero la gente corriente seguía distinguiendo tan sólo el invierno y el verano, y estos dos períodos de tiempo eran compactos y describían un ciclo vital autónomo que ahora hemos perdido. En días como hoy, lo que la gente nota, más que la máxima declinación aparente del sol, es la mitad de una breve vida, al menos en cuanto a las expectativas, que terminará cuando haya que sacar de nuevo los jerséis. De este modo, los solsticios serían las mitades, el dejar de subir para empezar a bajar, y los equinoccios los finales, el bajar del todo para lentamente subir. Josep Pla lo explica muy bien: «Los períodos equinocciales corresponden a los momentos de turbulencias cósmicas: a las temperaturas, vendavales, temporales, inundaciones y otros desbarajustes de la ciega e indiferente naturaleza; los períodos solsticiales, en cambio, suelen coincidir con las perturbaciones de la especie: desvarío amoroso, erupciones cutáneas, crisis de fatiga o de tristeza, momentos de frenesí, falta de dinero y sobresaltos cívicos». 

Estas perturbaciones de la especie van incluso más allá del ser humano. Plinio el Viejo dice que para el solsticio de verano algunos árboles como el olivo, el álamo o el sauce le dan la vuelta a la hoja. Los tres árboles tienen en común que sus hojas son glaucas en el envés, sin brillo, pálidas, descoloridas, como si con el estiaje los árboles tuviesen conciencia de que les ha empezado la cuenta atrás, como si se preparasen para ir asimilando su vejez. Entre los animales domésticos tampoco el solsticio es ningún buen augurio. Saben los ganaderos que estamos en el tiempo propicio para capar a los terneros y trasquilar a las ovejas. De los tres modos de castración del ganado que describe Paladio en su Tratado de agricultura, el que más tiene que ver con el solsticio es el siguiente: se ata al ternero, se le tumba en el suelo, se aprieta el forro de los testículos, y cuando se tienen bien cogidos se presiona con una regla de madera. Después se amputan los huevos con segures o hachas incandescentes, de modo que, si se aplica de un solo tajo el filo del hierro al rojo vivo, disminuye la duración del dolor y los berridos del ternero, aparte de que se cauteriza la herida. Si la herida no cauterizase se le tiene al ternero sin beber y sin comer durante un par de días y luego se le frotan las partes con un ungüento de pez líquida mezclada con ceniza y un poquito de aceite. Quizá esto tenga que ver, por otra parte, con la antigua creencia de que los toros no despliegan toda su bravura hasta bien entrado junio, lo que significa que después del solsticio los animales están ya demasiado enteros, o que los efectos del calor les han hervido los instintos. 

Yo me imagino a los antiguos aldeanos saltando las hogueras de San Juan mientras se calientan las hachas para capar a los animales, o practicando esa superstición del fuego que igual sirve para sacar del cuerpo los malos espíritus que para encontrar novio. En casi toda la Europa ritual las mozas tienen que visitar nueve hogueras si se quieren casar antes de que termine el año, y eso se hace precisamente en el solsticio porque si se hiciera en primavera la moza confiaría en que con una sola hoguera ya iba a tener bastante. La juventud vive la vida con más ilusión. 

Pero est e maduro desengaño no termina aquí. Sir George Frazer da noticia de un oscuro escritor medieval para quien el solsticio se celebra siempre con hogueras, con procesiones de antorchas por los campos, como la Santa Compaña, y con la costumbre de echar a rodar una rueda. Según cuenta, los muchachos de las aldeas quemaban las basuras y los huesos de los muertos para conseguir un humo hediondo y ahuyentar a ciertos dragones perniciosos que en esta época del año, excitados por el calor, copulan en el aire y envenenan los pozos y los ríos con el semen que se les derrama. Es, suponemos, el agua envenenada del río que apaga la hoguera que visitó la doncella que se quería casar, más o menos.

No es extraño que en el fondo el solsticio de verano tenga que ver tanto con el sexo y la muerte. Unas visitan el ardor de las hogueras, otros saltan por encima, y a otros los capan o los trasquilan. Que es, por otra parte, lo que suele suceder en la mitad de la vida. En el simbolismo del arte cristiano primitivo, el estío es siempre un hombre que siega, una muerte que recoge la cosecha. El verdadero verano, es decir el que se acaba hoy, es de condición caliente y húmeda, y en esta primera parte del año, como dice Jerónimo Cortés en su Lunario perpetuo, «predomina la sangre», pero no una sangre asesina sino más bien lunar y productiva. Después, ahora, en el estío, todo se va volviendo seco, revenido, con mayor conciencia de acabamiento, de ruina y de sofoquina. El hecho de que las pasiones se despendolen («verano fresco, invierno lluvioso, estío peligroso», que dice el refrán) obedece más bien a un intento de no dejarlas escapar. En verano somos pecadores en decadencia, como el sol, con menos platonismo y menos escrúpulos, y mañana veremos cómo la noche va reconquistando al día y nuestros sentimientos se hacen más aviesos y nocturnos. Lo verdaderamente solsticial no es que el Conde Olinos vaya «a dar agua a su caballo», según el tópico sexual del Romancero, sino que su posible suegra lo mande matar como toque un pelo de la niña. El solsticio no es la holganza con la princesita sino el aviso de la muerte, el tiempo de despabilarse porque los sueños van ya de capa caída. Entre nosotros todávía vive una tradición (yo mismo la practico desde niño) que consiste en lavarse la cara con el rocío fresco de las hierbas la mañana de San Juan, y quizá por una incorregible tendencia al realismo he tendido a pensar que no era por sus efectos depurativos sobre el acné sino por el rito de despejarse, de afrontar con lucidez el largo desierto del verano (quiero decir del estío), esas siestas pegajosas de la conciencia tan propicias para las historias de cuchilladas. Por algo será que las barbaridades tremendistas siempre suceden cuando los asesinos y las víctimas están cegados por el sol. Se avecina un tiempo de situaciones extremas, de tedios infranqueables, de fiestas desbordadas en las que ya nadie se comporta como quisiera ser sino con arreglo a lo que definitivamente es. Los pacíficos sonríen, los brutos traman, los ajenos a la realidad se inhiben, y los desesperados se arrojan, como último recurso, a la corrida de la oportunidad.

Pero eso será mañana. Hoy estamos detenidos en el punto más alto del sol. Solsticio viene de solis statio, el sol detenido, en ese frágil equilibrio que se tiene cuando se termina de subir, tras la última pedalada de vitalidad, y a partir de entonces se baja descansando hasta septiembre y de ahí en picado haci a el frío blanco y el invierno negro. Hoy, aparentemente, es el día de más gozo porque es el día de más luz, el último brote del auténtico verano, pero también molesta por esa especie de síndrome de Stendhal que nos hace agotarnos de mirar lo que resulta obligatoriamente bello. Gracias a un error secular que quizá no sea más que la adaptación de las palabras al medio, nuestro verano es una huida del estío, y por eso vamos de vacaciones en la canícula de agosto, a crear un paraíso con la temperatura del infierno, a chupar el polen de las flores medio secas, a soñar con pétalos acartonados, arrancarlos antes de que los siegue la muerte, cerrar los ojos a la doctrina y formular un último deseo.


(Este artículo apareció en el Diario de Teruel el 21 de junio de 1998, dentro de una serie semanal que se titulaba Las bugonias. La ilustración, como todas las de aquella serie, es de Juan Carlos Navarro.)

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