23.6.25

Pérdida

Cuaderno de verano, 3



La primavera se despidió con un tormentón que daba miedo. Después de un buen rato de truenos lejanos y viento plomizo, un velo gris oscuro cubrió la tarde y el cielo se abrió en canal. Nos metimos en casa con los perros y cerramos bien puertas y ventanas para que ningún rayo se colase por las corrientes de aire, y lo que al principio parecía un chaparrón se convirtió en fuerte aguacero, la lluvia caía a chorros, el agua se salía de las canaleras, borraba las hojas de los árboles, hasta que los relámpagos coincidieron con los truenos y la casa retumbaba estremecida, y una violenta pedregada empezó a rebotar en las losas y en los tubos que sujetan las parras, y alguna que salía despedida iba a parar a los cristales, que afortunadamente no sufrieron desperfectos. 
Cuando cesó la tormenta y las canales terminaron de evacuar, tuvimos esa sensación contradictoria de alegrarnos de permanecer a salvo y de que nada se hubiese inundado, pero al mismo tiempo dar por hecho que este año hemos perdido la primera cosecha de fruta. La imagen era extraña, el suelo alfombrado de hojas verdes, como un otoño prematuro, verde joven en sus últimos momentos de tersura, porque al día siguiente ya estaría flácido sin haberse acartonado antes ni haberse tintado de ocre. Dimos un paseo por las plantas como aquel que se pasea por un campo de batalla cuando ya han cesado los disparos y las explosiones, apartando víctimas con la punta de la bota. El pedrisco había tronchado algún que otro sarmiento y los tallos de unas cuantas tomateras. Había limpios agujeros en las hojas grandes de los lilos. El suelo brillaba con el rojo de las guindas y de las cerezas. 

Falta por hacer un recuento más exhaustivo, pero me temo que este año no nos subiremos a lo alto de un andamio a llenar cestas de cerezas, que es lo que tal día como hoy deberíamos estar haciendo. Las que no se han caído al suelo están tocadas por la piedra, podridas de la noche a la mañana, en menos que canta un gallo. Otros años los viejos cerezos enormes daban fruta para dar y regalar, para comer y llenar tarros de mermelada, para decorar las tartas y para jugar a ponerlas de pendiente en las orejas. Pero esta tierra es así de extrema, así de violenta, así de imprevisible.

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