27.6.25

Viento

Cuaderno de verano, 7


No cambiaría mucho el ruido si viviésemos al lado del mar, si acaso sería más constante, más rítmico el romper las olas en la orilla, pero el fragor de las ramas de los álamos es muy parecido, y más con este viento cálido, viento solano como el de la novela de Aldecoa, pero no porque venga de levante sino por seco, pesado y sofocante. Más allá de nuestro pequeño bosque no se puede andar sin riesgo de sufrir un golpe de calor, y eso que aún no ha empezado la canícula, pero el verano es una temporada en el desierto con reflejos que perturban la noción del tiempo. No entiendo por qué se le aplica el adjetivo desapacible justo a lo contrario de este clima violento, que quema las flores y reseca la tierra. Hasta los pájaros, escondidos entre la hojarasca, chillan desesperados, como si les faltara el agua. 
Yo no sé si siempre ha sido así. De pequeño recuerdo que las horas peores eran nada más comer, pero era sobre todo porque no apetecía la siesta sino sacar la bicicleta y marcharse a que nos diera el viento en la cara, aunque fuera caliente. Pero la infancia es optimista y acomodaticia, al menos cuando se trata de jugar. Incluso en esas horas muertas siempre había cosas que descubrir en la penumbra, por ejemplo un libro de aventuras tropicales que sin embargo no daban esta sensación de bochorno insoportable.

Todo es ir acostumbrándose a esta ventolera desquiciante, este coro monótono de las erinias cuyo bramido te persigue como el recuerdo de un crimen atroz. Así, entre olivos calcinados y piedras sin color, corría el gitano sudoriento que acababa de matar a un guardia. Con este viento infernal se cometen los crímenes más primitivos y jarrapellejos, ya es un tópico de los telediarios que den noticia de algún asesinato y después echen un reportaje sobre las fiestas de un pueblo, las hogueras con que por la noche se celebra que remite la calor. Porque luego, cuando se para el viento, como si se fuera con el sol, viene una brisa de olvido, empiezan a escucharse los ladridos de los perros que aguantaban asfixiados, los gritos de los vencejos, el rebuzno de algún burro, o a lo lejos una carcajada, de alguna familia que ha sacado las sillas a la puerta, debajo de la parra, y esperan a que empiece a refrescar.

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