Cuaderno de verano, 21
Las yuccas están enfermas, no las nuestras (solo algunas, y con el mal en fase inicial todavía), sino todas, parece ser, víctimas de un hongo, de algún bicho que les saca manchas marrones en las hojas y les va pudriendo el tallo hasta que las deseca. Sería una lástima, porque estas de casa son de las antiguas, de cuando llegó aquí mi familia y la yucca era entonces una de las pocas plantas de aspecto exótico que podían crecer en los jardines sin que una helada las fulminase. En esta tierra no pueden criarse magnolios ni mandarinos, y mira que lo intentan. Los hay, cada vez más, que plantan un olivo algo crecido y a la vuelta del primer invierno ya pueden hacerlo tarugos y quemarlos en la estufa. Esto no está lejos de los paisajes bíblicos, pero no tan cerca como para que aquí prosperen los palmerales. La yucca, en cambio, era planta con aires de oasis y de playas del Caribe o de valles con guacamayos, llenos de lianas en las que se columpian y dan gritos los mandriles. Tiene su gracia que una planta tropical resista bien la falta de humedad, como un lujo de terrenos pobres, como una alhaja del desierto. A mí, ya desde pequeño, me daban algo de miedo, quizá porque alguna vez me pincharía con una de esas hojas como cuchillos. Veo por ahí, de hecho, que la Yucca aloifolia también recibe el nombre de bayoneta española y planta daga, y no me extraña. Mis padres pusieron una al borde de un terraplen y con el tiempo se ha extendido hasta cubrirlo casi todo, allí convive con los álamos proliferantes, apenas protegida por un seto de aligustre; protegidos nosotros, más bien, de que al acercarnos nos pinche o nos rasgue la piel. A los mastines, a Galán sobre todo, les gusta buscar la sombra entre las yuccas, y yo me sorprendo de que en todos estos años no se haya sacado nunca un ojo con esas púas gigantescas.
No sé si estas yuccas estarán también en sus últimas boqueadas, como tanta especie últimamente, pero este año han vuelto a dar sus grandes racimos de flores, blancas y apretadas, como capullos de nardos, con leves rastros de color púrpura. Duran poco, se elevan en un tallo florido sobre las hojas crispadas en las que el sol se refleja como en una hoja de metal.
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