En Teruel ciudad y alrededores, los huertos, los caminos y los edificios son intercambiables con los que se ve al aterrizar en casi cualquier aeropuerto: la razón cartesiana de los caballones y de las arboledas, sus colores feraces, las tiritas de plástico azul de las piscinas, todo eso es igual en todas partes. Pero en Teruel, sobre todo al este y al sur, en los campos yermos de la carretera de Valdecebro y en los terrenos blancos que se ven entre la vía férrea y el barrio de la Fuenfresca, uno disfruta de visiones como estudios de color, sin cintas grises que interrumpan los austeros pardos y los verdes apagados. Y más al sur, en los bancales de secano, de tierra color carne, un árbol parece un ombligo y un camino es una vieja cicatriz. Los cultivos parecen pintados al agua, como esas decoraciones de las vasijas en las que se transparentan las pinceladas, y los ribazos de terrazas parduscas que han ido creciendo entre las ondulaciones del terreno dibujan formas reblandecidas como los monotes que pintaban los surrealistas.
El que más me ha impresionado es un paraje, más allá del Ensanche, en aquellos baldíos con barrancos arañados a la arcilla y a la cal, que para sí lo quisieran los pintores del expresionismo abstracto. En pocos de esos cuadros pintados con el pincel del revés, violentos y desparramados, he visto la hermosura de estas tierras. Profundas heridas en carne viva, rebabas de sangre seca, fondos de paleta sucia, rugosidades como neuronas o como patas de reptiles monstruosos. Hay una fascinante coherencia estética en los tonos, como una gama de cerámicas antiguas: colores duros, sufridos, desleídos, y formas rotundas y muy vivas que por momentos hacen olvidar que vemos la superficie de la tierra como la vería un pájaro. Es como si le viésemos las entrañas.
Antonio Castellote