A Baroja no le gustaba mucho su Silvestre Paradox, uno no sabe si porque
le desagradaba recordar los tiempos salvajes de la bohemia o porque es una de sus
pocas novelas en las que no se salva casi nadie. O quizá no le gustaba porque
es la más explícitamente autobiográfica de todas, mucho más, incluso, que sus
papeles de cincuentón, sus Murguías y sus Larrañagas (y luego sus Acha, etc.).
O, quién sabe, quizá porque es una novela heterogénea, que es lo que al crítico
más le interesa: Paradox está compuesto por formas novelísticas muy
diferentes, alguna de las cuales darán material para buenas novelas.
Camino de perfección ya empieza en esta novela, y La Busca también. De joven, Silvestre
Paradox tuvo una infancia en Pamplona como la de Manuel Alcázar, no tan
miserable pero igual de desoladora, y los viajes a los bajos fondos de
Silvestre y don Pelayo son un anticipo de los de Manuel y Roberto Hastings. Por
lo que respecta a Camino de perfección,
Baroja encuentra un personaje, un primo de María Flora, ilustrador de
profesión, Fernando Ossorio, que contrasta con Silvestre porque es todo acción,
nobleza y desparpajo, más o menos como contrastará Fernando después con Shultz,
el alemán, que también tiene un breve cameo, con otro nombre, en Silvestre Paradox.
Podríamos
decir que Manuel es el resultado del fortalecimiento de Silvestre, que dio en
Fernando, y de la extirpación de cualquier rasgo autobiográfico. En La busca, Baroja ya escribía novelas sin
contar su vida y sin aparecer en ellas. Es decir, había encontrado su voz. Esta
inconsistencia, este carácter movedizo de los personajes es lo que hace
interesante la lectura de Silvestre Paradox.
Era
su segunda novela, después de un libro de cuentos, Vidas sombrías, y de La casade Aizgorri, una novela muy seria, muy aplicada, respetuosa con los cánones
decimonónicos pero también con el nuevo lenguaje modernista y el celebrado
dramón ibseniano. En La casa de Aizgorri hay una extraordinaria aplicación, Baroja se
presenta con el traje nuevo, serio, negro, entallado, con crujidos del apresto.
En Silvestre Paradox ya va vestido de cualquier manera y la acción
se desmadra, crece por sí misma, indulgente con el pleonasmo y con la risa
floja. Esta polaridad cambiaría de formas, pero la dialéctica sería una constante:
entre las novelas románticas y el realismo contemporáneo; entre el lenguaje
emotivo, simbolista, y el retrato crudo; entre la autoficción y el distanciamiento. La cosa, finalmente, se aclararía
entre las novelas contemporáneas, encapotadas y pesimistas, y las novelas
históricas, románticas y soleadas.
En
ese viaje iniciático Baroja se desprendería de ciertas rebabas retóricas, esos
primeros párrafos largos de algunos capítulos, pero sobre todo del humor forzado,
de la risa floja. Baroja debió de aprender en esta novela humorística que el
humor, en literatura, es una actitud, no un objetivo. Al principio del libro
vemos al escritor que no teme no ser gracioso, y entorna los ojos y sonríe de
medio lado antes de contar un chiste. Ese principio y la larga y anodina escena
de la comida con casi todo el elenco de la farsa son pasajes de humor forzado,
del que decide ser gracioso. Baroja no volvió a caer en esos errores (las
primeras líneas de La Busca son quizá
la última huella), y su humor, a veces tronchante, ya es una cuestión de
actitud: las bromas saltan a la prosa sin que se las espere, los comentarios
sarcásticos vienen por sí mismos, sin necesidad de carraspeos previos.
Pero
eso es poco. Triunfa la novela en cuanto el escritor se mete en ella, es decir
en cuanto deja de pensar en ella, por mucho que vaya enhebrando un alambicado
discurso de identidades. El vía crucis de Silvestre tiene la fragmentación inconsecuente
de las novelas picarescas. Por primera vez utiliza el método familia, infancia y juventud para
caracterizar a un personaje, con esa infancia pamplonesa de Silvestre que releeremos
aumentada, veinte años después, en La sensualidadpervertida. La muerte del padre de Silvestre, por ejemplo, es un anticipo
de la muerte de la madre de Manuel en La
Busca:
Después
de contemplar muchas veces a su padre muerto, en el gabinete del papel con los
barcos, que olía a cirio y a pintura de caja fúnebre, cuando Silvestre se
acercó al balcón mientrs su madre y su abuela lloraban y vio el coche
mortuorio, modesto, que se alejaba, seguido de dos simones, por la carretera
blanca, muy blanca, cubierta de nieve, sintió la primera idea negra de su vida.
¡Oh,
qué fría debe de estar la tierra!
Ese “mundo de tipos” con que Baroja
decora los días pamploneses también será ya una marca de fábrica. Aquí todavía
están suavizados por la sombra dulce de Charles Dickens, con un Silvestre
ingenuo y una especie de Micawber, Macbeth el feriante, su primer amo una vez
se escapó de casa, primero de una larga saga de ingleses interesantes que
poblarán su obra entera. Este Macbeth, no por inglés, sino por contador de
aventuras fantásticas en otro continente, se parece mucho al don Alonso de La Busca, y ambos cuentan anécdotas
inverosímiles como las que contaba Valle-Inclán de México. Macbeth las cuenta
de África, y cuando Pérez del Corral, la contrafigura de Valle-Inclán, cuente
las suyas en Hispanoamérica, la exageración divertida será del mismo corte.
A cada paso nos vamos encontrando
detalles que crecerán y se multiplicarán en posteriores novelas. Es aquí la
primera vez que se lee el adagio de la iglesia de Urrugne, Vulnerant omnes, ultima necat, que reaparecerá en su espléndido Jaun de Alzate, escrita, por cierto, también
al modo humorístico, pero sin risa
floja. Silvestre lee El burgués
gentilhombre, que dos décadas después representarían los personajes de La veleta de Gastizar, y entra en tratos
con el dueño de una barraca de feria donde se exhiben figuras de cera
pintarrajeadas.
Es lo que pasa con las novelas
primerizas de los buenos escritores, que son hontanares de ideas, de historias,
de personajes. El genio se amontona. Luego, cuando flojea, siempre quedan esas
muchas buenas novelas no más que apuntadas que quedaron en las novelas malas. Suelo
sospechar de esos autores que escriben una primera gran novela en la que no
sobra una palabra ni un pasaje. O no era la primera, o no era suya, o ya no
tenían nada más que decir. O no es tan buena, vaya.
Todas estas probatinas de las
primeras sesenta páginas, incluida una ya muy barojiana descripción de París o
el catálogo de animales disecados, que parece que van a decorar la novela entera
pero desaparecen hasta el último capítulo, cuando Baroja recoge los hilos sueltos,
los personajes olvidados, dan paso, un paso de tiempo gigantesco, a la verdadera
novela, en la que Silvestre ya no es el personaje estrafalario sino el agente
de Pío Baroja, y los protagonistas son otros. Visto así, la novela puede verse
de dos modos: o bien la novela sobre la bohemia miserable madrileña triunfó
sobre el personaje inventor de cosas raras, o bien Baroja emparedó una novela
corta, la novela de la bohemia, entre los bichos disecados del principio y el espectáculo
de los Labarta, uno médico y el otro pintor.
Da igual cómo fuera. El caso es que
la novela va cambiando de motivo, de punto de vista, de tema incluso. El
paisaje madrileño que inaugura esta segunda parte, a partir del capítulo V, es
otra literatura. El zoom sobre la posada ruinosa sabe a inicio de novela, entre
otras razones porque Baroja lo utilizará muy a menudo. Como no hay que copiarlo
a mano, reproduzco el zoom entero, el de un escritor que ya tiene en los dedos
su primera gran trilogía.
Salió
Silvestre de su nueva casa, tomó la calle Ancha de San Bernardo, y por la
cuesta de Santo Domingo bajó a la plaza de Oriente.
El día
era de otoño, templado, tibio, convidaba al ocio. En los bancos de la plaza,
apoyados en la verja, tomaban el sol, envueltos en la pañosa parda, algunos
vagos, dulce y apacible reminiscencia de los buenos tiempos de nuestra hermosa
España. Silvestre comenzó a bajar por la Cuesta de la Vega. Desde allí, bajo el
sol pálido y el cielo lleno de nubes algodonosas, se veía extender el severo
paisaje madrileño de El Pardo y de la Casa de Campo, envuelto en una gasa de
tenues neblinas. A la izquierda se destacaba por encima de algunas casas de la
calle de Segovia la pesada mole de San Francisco el Grande, y de la hundida calle,
hacia el lado izquierdo de la iglesia, se veía subir la escalera de la Cuesta
de los Cojos: un rincón de aldea encantador.
Silvestre
bajó la calle de Segovia, pasó el puente, atravesó una plaza en donde se veían
tenderetes con sus calderos de aceite hirviendo para freír gallinejas, siguió
la carretera de Extremadura, y luego, apartándose de ella, echó a andar por la
vereda de un descampado, dividido por varios caminos cubiertos de hierba.
Pastaba allí un rebaño de cabras. Un pastor, envuelto en amarillenta capa,
tendido en el suelo, dormía al sol tranquilamente. Se oían a lo lejos toque de
cornetas y tañido de campanas.
Junto a
una casa que se veía en medio del descampado se detuvo Silvestre. Era un
caserón grande y pintado de blanco, derrengado e irregular; sus aristas no guardaban
el menor paralelismo: cada una tomaba la dirección que quería. Un sinnúmero de
ventanas estrechas y simétricamente colocadas se abrían en la
pared.
Sobre
una de las puertas de la casa estaba escrito el letrero Tahona con
letras mayúsculas, sin h y con la n al revés.
Silvestre
empujó la puerta y entró por un corredor de techo de bóveda y suelo empedrado
con pedruscos como cabezas de chiquillo a un patio ancho y rectangular, con un
cobertizo de cinc en medio, sostenido por dos pies derechos. Debajo del
cubierto se veían dos carros con las varas al aire y un montón de maderas y
ladrillos y puertas viejas, entre cuyos agujeros corrían y jugueteaban unos
cuantos gazapos alegremente.
El
patio o corral estaba cercado en sitios por una pared de cascote medio derruida;
en otros, por una tapia baja de tierra apisonada y llena de pedazos de cristal
en lo alto, y en otros, por latas de petróleo extendidas y clavadas sobre estacas.
Silvestre
entró en el patio, y por una puerta baja pasó a la cocina. Allí, una vieja
negruzca que parecía gitana estaba peinando a una mujer joven, sucia y desgreñada,
que tenía el pelo negro como el azabache.
Silvestre
saludó a las dos mujeres y se sentó en una silla. La vieja no hizo
caso del visitante; después,
refunfuñando, sacó del puchero una taza de caldo y se la ofreció a Silvestre, y
le dió un pedazo de pan. Silvestre desmigó el pan en el caldo y fue tomando las
sopas con resignación; luego, la vieja, cuando concluyó de peinar a la joven,
cogió un puchero y vertió en un plato unos garbanzos y un trozo de carne.
Silvestre
tomó el plato de cocido, y entre él y Yock lo comieron.
En esta segunda parte Baroja inicia
un regreso a la fantasía ensayando con el modelo de Bouvard y Pécuchet, en este
caso Silvestre y Avelino, otra vez la sonrisa previa, pero va dejando migas que
uno se detiene en recoger. El pintoresco Silvestre habla con el tono grave de
Baroja: “¿Qué van a hacer el débil, el impotente –pensaba él- en una sociedad
complicada como la que se presenta; en una sociedad basada en la lucha por la
vida, no una lucha brutal de sangre, pero no por ser intelectual menos terrible?”
Baroja muestra su pesimismo y su desprecio por la masa, que no por los
humildes, sustanciado en el afecto que nace entre Silvestre y una chiquilla,
Cristina Borrego, muy similar a la que veremos en Camino de perfección.
Entre Bouvard y Pecuchet, entre la
discusión con don Avelino y su reconciliación, entre el caimán colgado del
techo y el submarino que funciona pero ya estaba inventado, Baroja nos regala
una de sus hermosas descripciones anímicas, virgilianas, de sentimientos del
que mira proyectados en lo que mira. Aquí Silvestre ya no es Silvestre sino
casi Fernando Ossorio, antes de que aparezca de verdad en la novela. Es frágil
de voluntad, “se entusiasmaba pronto y se desentusiasmaba con la misma
facilidad”, incluso piensa que se necesita “un matadero de hombres” para
terminar con esa angustia que aún huele a spleen.
Don
Avelino tampoco se presentaba en casa; no tenía Paradox con quién consultar sus
dudas científicas y abandonó sus trabajos.
Asomado
a la ventana solía mirar distraído los paisajes de tejas arriba, las chimeneas
que se destacaban en el cielo gris, echando el humo sin fuerza, débil, anémico,
en el aire plomizo de las lúgubres tardes de diciembre. Las tejavanas y las
guardillas parecían casas colocadas encima de los tejados, que formaban pueblos
con sus calles y sus plazas, no transitados más que por gatos. Entre todas
aquellas ventanas de tabucos, de miserables sotabancos, de hogares pobres, sólo
en una se traslucía algo así como una lejana y pálida manifestación de alegría
de vivir: era en una ventana en cuyos cristales se veían cortinillas, y en el
alféizar dos cajones de tierra que en el verano habían tenido plantas de enredaderas
y guisantes, que aún quedaban como filamentos secos y negruzcos colgados de
unos hilos.
Al
anochecer, sobre todo cuando el cuarto se llenaba de sombras, le acometía a
Silvestre una amargura de pensamiento, que subía a su cerebro como una oleada, náusea
de vivir, náusea de la gente y de las cosas, y se marchaba a la calle y le
disgustaba todo lo que pasaba ante sus ojos, y recorría calles y calles
tratando de mitigar lo sombrío
de sus pensamientos con la velocidad de la marcha.
Fernando
Ossorio ya está, pues, moldeado en Silvestre, y con él un modo de ser que
tardará en acostumbrarse a la resignación, única aspiración filosófica de
Paradox. Pero esta parte dura otros cinco capítulos, hasta que empieza una
tercera dedicada en general a la bohemia golfa y en particular a Pérez del Corral,
inconfundible Ramón del Valle-Inclán. Es la más larga, nos llevará hasta el
capítulo XVII, desde la fundación de la revista Lumen hasta la muerte del bohemio, y tiene, como decíamos, autonomía
de novela corta. Me imagino que con la cantidad de cameos que hay es esta parte los críticos la habrán exprimido para
compararla con Luces de bohemia, con
la que tiene sorprendentes afinidades (teniendo en cuenta que se escribió dos
décadas antes), o incluso con el Cela de La
Colmena, que parece que se la hubiera leído varias veces antes de empezar
con su café de doña Rosa.
Pero
sobre todo se habrán interesado por los Labarta, los panaderos, el médico y el
pintor, Pío y Ricardo. El fragmento es célebre y no creo que fuera posible
excluirlo de ninguna antología:
-Estos
Labartas, así se llaman los dos panaderos -dijo Silvestre a Ramírez mientras
esperaban-, son tipos bastante curiosos: uno es pintor; el otro, médico.
Tienen
esta tahona, que anda a la buena de Dios, porque ninguno de ellos se ocupa de
la casa. El pintor no pinta; se pasa la vida ideando máquinas con un amigo suyo;
el médico tiene, en ocasiones, accesos de misantropía y entonces se marcha a la
guardilla y se encierra allí para estar solo. Les conocí a estos dos hermanos
-concluyó diciendo Paradox- cuando traté de hacer un pan medicinal, glicero-ferro-fosfatado-glutinoso.
Al principio tomaron mi proyecto con entusiasmo, pero se cansaron en seguida.
No tienen constancia.
(…)
En las
paredes, recubiertas con papel amarillento, había una porción de cuadros; sobre
todo grabados y fotografías de obras del Greco. Del techo colgaban pedazos de
papel despegados.
Silvestre presentó a Ramírez a Labarta el
médico -un tipo con una calva que más parecía tonsura de fraile, de edad
indefinible, huraño, sombrío y triste, vestido con un chaquetón raído y un
pañuelo en el cuello-, que estaba escribiendo a la luz de un velón convertido
en lámpara eléctrica.
Se sentaron los tres; Paradox explicó lo que
quería, y Labarta, después de oír la petición de Silvestre, dijo que no tenía
ningún inconveniente en que se llevaran lo que quisieran del desván, porque
todo lo que había allí no valía nada.
La frase recordaba un tanto el ofrecimiento
del labriego que le decía al obispo: "Puede su eminencia comer todas las
frutas que quiera. No sirven más que para los cerdos".
(…)
Entró
Labarta el pintor, hombre alto, flaco, macilento; oyó lo que le contaba Paradox
con una sonrisa irónica, se echó en el sofá y dijo con indolencia:
-Mañana, a la hora que ustedes
quieran, pueden venir por los muebles. Y pensar, amigo Paradox, que me he
levantado a las cuatro de la tarde y no puedo con el sueño.
Y el hombre se desperezó y extendió los
brazos.
Cuando uno ha leído Los Baroja, de Julio Caro, reconoce en
ese autorretrato con hermano una escena más exacta de lo que indica su tono
burlesco. Y también intuye cuál fue siempre lo que distinguió hasta casi
separarlos a los dos hermanos. He leído por ahí que el personaje de Silvestre
está inspirado en un amigo de Ricardo, inventor de cosas raras, y desde luego
en los círculos de la golfemia que Ricardo frecuentó más que Pío. Porque ese
es, llegados al ecuador de la novela, el que parece ser el tema, aunque solo
sea por lo que Baroja recrudece las tintas. Nos presenta una bohemia canalla,
innoble, miserable, con frecuencia estúpida, llena de vagos que se pasan el día
gastando bromas pesadas y diciendo frases y dando sablazos. El encanto que
pudiera tener en una biografía de Valle-Inclán o incluso, aunque no ahorre
detalles desagradables, en La novela de
un literato, la procelosa crónica de Cansinos-Assens, en Baroja es de una
moral hedionda y andrajosa.
Decimos que Pérez del Corral es
Valle-Inclán, aunque no solo él. Es suya la arrogancia cínica, los viajes por
América, los fragmentos de teatro clásico que se sabía de memoria (en este
caso, por cierto, de Los amantes de
Teruel). Pero el romance con la sobrina de la patrona, casada con un
bendito, quizá sea demasiado canalla para las costumbres de Valle. Es otro, no
Valle, el que dice eso de que le gustaría ser “confesor de princesas”, y es
Alejandro Sawa, no Valle, el de la anécdota de las tres pesetas prestadas, algo
que le ocurrió al propio Baroja, según cuenta, creo recordar, en Juventud, egolatría.
En todo caso, la mala uva que Baroja
le pone al personaje llega a desdibujarlo un poco, sobre todo en esa larga y un
tanto anodina escena en la que Baroja reúne a todo el dramatis personae, en un tono de relato horizontal casi naturalista,
en el tono de la boda aquella de L’Assomoir,
un poco largo. La novela pierde intensidad por la vía del regodeo, del dormirse
en la suerte, como decía su hermano Ricardo de cierta posadera que se encontró
en Tragacete. Pero a ese costumbrismo bufo le seguirá un espléndido final, la
muerte de Pérez del Corral y la visita de Silvestre a los barrios bajos, una
bajada a los infiernos muy bien orquestada que no tiene nada que envidiar a
esas muchas muertes de bohemio que leeríamos después, desde la muerte de
Teófilo/Villaespesa, contada por Pérez de Ayala, hasta la de Sawa/Estrella
contada por Valle-Inclán o por el propio Baroja.
Cuando visita el lumpen madrileño,
Silvestre ha encontrado un trabajillo escribiendo folletines de crímenes, un
género que Baroja practicaría con asiduidad. Aquí Silvestre es otra vez Baroja,
el escritor que se pasea por lo que nadie quiere ver y lo anota con exactitud.
Pero aquí hay un tono moralizante muy explícito que desaparecerá, en futuras
novelas, en aras de la exactitud. Baroja se ensaña con lo que llama “monstruosidades”,
y el sentimiento al que más alude es a la repugnancia. Su interrogatorio al
mendigo que comparte sala de hospital con Pérez del Corral es otro valioso
ejemplo de por dónde iban los intereses literarios y humanos de Baroja.
En cuanto a la muerte del bohemio,
Baroja se luce con cierta magnanimidad narrativa, el respeto que convierte en
constatación escueta lo que antes era burla desmadrada. El propio Pérez del
Corral tiene un último gesto de nobleza con el mendigo que lo acompaña. Atrás quedan
los brillos apagados, la sombra reconocible de Rubén (“con cara de cerdo triste”,
por cierto), la ética del sablazo y la estética de los andrajos. Con no ser una
novela redonda, Silvestre Paradox es
una de las que más páginas aportan a una hipotética antología. El final del
bohemio es una parte del mejor Baroja:
Paradox,
después de interrogar al mendigo, se despidió para marcharse a su casa. A las
dos o tres semanas de entrar el bohemio en la sala, Silvestre lo
encontró muy fatigado y
calenturiento.
A
pesar de esto se encontraba más animado que nunca, pensando en sus viajes; pero
hablaba con cierta incoherencia de las monjas, que se enamoraban de él; de los
internos, que tenían celos; del olor a comida que le repugnaba.
Días
después, una mañana, cuando Paradox entró en la sala del hospital, vio la cama
de su amigo sin colchones ni jergones. El bohemio había muerto por la noche. Preguntó
Silvestre dónde le habían llevado, y como le dijeran que al depósito de cadáveres,
fue allá, en donde vio tendido a Pérez del Corral sobre el suelo, completamente
desnudo. Parecía un esqueleto.
En
su pobre cuerpo escuálido se dibujaban las costillas como si fueran a romper la
piel, y de su cuello colgaba, por una cinta mugrienta, un escapulario y una
medalla de cobre.
La
cara del muerto no tenía expresión ninguna, ni de dolor ni de angustia; los
ojos estaban abiertos, empañados y turbios; las ventanas de las narices negruzcas,
la boca abierta.
Silvestre
se enteró en las oficinas del hospital lo que podía costar un entierro, y pidió
dinero a Castillejo; con aquel dinero pagó el funeral.
Acompañó
solo al bohemio al Este, una tarde muy hermosa, con un sol espléndido.
Después
de enterrado el cadáver, Silvestre paseó por entre aquellas tumbas, pensando en
lo horrible de morir en una gran ciudad, en donde a uno lo catalogan como a un
documento en un archivo, y contempló con punzante tristeza Madrid a lo lejos,
en medio de campos áridos y desolados, bajo un cielo enrojecido...
En la última parte de la novela
Baroja ya se ha apoderado por completo de Paradox como sitio desde el que
contemplar verdaderos protagonistas. El protagonista, pues, pierde fuelle hasta
que se convierte en el mejor punto de vista. La literatura comienza en el otro,
cuando lo importante es el otro. No la reanudan las andanzas de Paradox, que
encuentra un empleo como profesor particular, sino la joven María Flora, cuyo
retrato también deberíamos antologar para la sección de personajes femeninos,
apartado de el club de Lulú, aunque
María Flora tenga ese albayalde de la degeneración que el Baroja moralista le
quiere pintar y que no cuela porque maría Flora es un gran personaje. Ella y su
primo (en realidad folletinesca, su hermano), Fernando Ossorio, y es Fernando
Ossorio quien ve en la muchacha “la mirada limpia” que Silvestre, acobardado
por Baroja, no se atreve a reconocer. Prefiere detenerse en la descripción del
niño Octavio, un ejemplo de “desequilibrio sexual genético”, o en la de la tía
de Fernando, Laura, que dará pie en Camino
de perfección a uno de los personajes más impactantes de esta primera
etapa, la prima ninfómana y masoca.
En realidad ya estamos en esa otra
novela. Silvestre se ha desvanecido. Su puesto está en el despacho,
escribiendo, no metiendo las narices en las historias. Paradox ha empezado
siendo Ricardo visto por su hermano y acaba siendo Pío visto por el hermano de
Ricardo, una situación muy ingeniosa pero algo paralizante. De modo que Baroja
decide cerrar el garito y lleva a Silvestre de nuevo a los inventos, a los
tiempos del inglés Macbeth, a un largo sueño y una huida por los tejados muy
bien contada, además de una última rúbrica con una descripción de Madrid que
suena a lo que algunos años después pintaría Gutiérrez Solana. Silvestre y
Avelino consiguen un billete a Burjasot, donde la ciudad no pese tanto (”¡Cómo
pesa Madrid!”), y tras una francachela con los hermanos Labarta-Baroja, con los
que a pesar de todo Silvestre no se siente cómodo, ambos parten a tierras donde
el sol caliente al perro, y no solo a Yock. Quizá esté en este disgusto el
único rasgo propio que le queda a Silvestre Paradox y que no está tomado de los
Baroja o de Fernando Ossorio, la debilidad, el sentido de la repugnancia, de
sentirse determinado a ser la víctima pero encontrar en el propio sentido común
la única brújula posible. En Silvestre, en este Silvestre poca cosa, ya está
impreso el gran personaje que será Manuel Alcázar. Fernando Ossorio se llevará
de viaje el noventayochismo intelectual. Silvestre guardará la esencia del
personaje que Baroja necesitaba para ser un gran narrador.