Déjame en paz, significa, en vasco, emak bakia, el nombre de la casa en la
que Man Ray rodó la película del mismo título en 1926, y de la película en la que Óskar Alegría viaja tratando de localizarla. Ahora se proyecta en el Matadero, el Candem de Madrid. Todo muy cool.
Emak Bakia, la de ahora, también es vanguardia, la vanguardia que reconocemos, el precioso grano entre
tanta paja daliniana. Y no lo es por el hecho de que esté compuesta sobre el
recuerdo y la idea de libertad de Man Ray, sino porque es cine de la era de
internet. Y buen cine. Man Ray participó en la mitosis del dadaísmo y el
surrealismo, su película sigue los dictados de la unión libre (algo que,
tratándose de vanguardia, lamentablemente no es contradictorio) y de la epistemología
del azar: los movimientos de cámara los hacía el viento, o la propia cámara rodando,
o las sobreexposiciones. La vanguardia de Óscar Alegría, el
director de esta nueva Emak bakia, traslada la unión libre no tanto a la
composición de imágenes como al entramado argumental. Así, la película que empieza tratando sobre la casa en la que
Man Ray rodó su película, se desvía
enseguida, con el sinuoso y arabesco rastro de las liebres, hacia todo aquello
que tiene suficiente valor poético como para dirigir el curso de la narración, algo como lo que escribió Nooteboom en su Desvío a Santiago, un libro también de viajes libres y azarosos.
La búsqueda de aquella casa incluye la historia de un payaso cuya foto encuentra el narrador en una tumba cuando iba buscando pistas, huellas del edificio, y la de una princesa rumana de noventa y tantos años que fue campeona de ping-pong, y la de los vecinos de una casa a la que llegó hace cien años una postal de ambiguo contenido. O sea, la narración avanza como avanzan las navegaciones cibernéticas, sin diseños previos, orgánica, caprichosamente, con el solo límite de la poesía, en movimiento no rectilíneo, no lógico ni alfabético, sino circular, libérrimo, impredecible, como se nos pasaban antes las tardes con la Enciclopedia Británica y ahora con Google. El instinto del narrador solo se ocupa de saber detectar las situaciones poéticas, la inercia que inspira buenas ideas, el contexto que las nutre. Así, por ejemplo, un tipo graba los sonidos que hacen los objetos y los materiales de la casa, las maderas y los platos y los suelos, los de ahora y los de antes, los de la actual residencia para empleados de una empresa y los de unos príncipes rumanos que la edificaron, los Wittgenstein, concretamente un vástago vago que por no soportar a la familia se calcó la casa en la costa de Biarritz y se fue a vivir allí. Y con esos sonidos compone la banda sonora de la película.
La búsqueda de aquella casa incluye la historia de un payaso cuya foto encuentra el narrador en una tumba cuando iba buscando pistas, huellas del edificio, y la de una princesa rumana de noventa y tantos años que fue campeona de ping-pong, y la de los vecinos de una casa a la que llegó hace cien años una postal de ambiguo contenido. O sea, la narración avanza como avanzan las navegaciones cibernéticas, sin diseños previos, orgánica, caprichosamente, con el solo límite de la poesía, en movimiento no rectilíneo, no lógico ni alfabético, sino circular, libérrimo, impredecible, como se nos pasaban antes las tardes con la Enciclopedia Británica y ahora con Google. El instinto del narrador solo se ocupa de saber detectar las situaciones poéticas, la inercia que inspira buenas ideas, el contexto que las nutre. Así, por ejemplo, un tipo graba los sonidos que hacen los objetos y los materiales de la casa, las maderas y los platos y los suelos, los de ahora y los de antes, los de la actual residencia para empleados de una empresa y los de unos príncipes rumanos que la edificaron, los Wittgenstein, concretamente un vástago vago que por no soportar a la familia se calcó la casa en la costa de Biarritz y se fue a vivir allí. Y con esos sonidos compone la banda sonora de la película.
Una historia lleva a la otra, un
nombre a otro, y todos los nombres van componiendo el hermoso poema que es la película
y la hermosa secuencia del poema que componen los nombres de las casas. El plan queda a merced del pulso
narrativo, no de los hechos narrados. La película no se cae porque resulta
cómodo instalarse en ese viaje al pairo de la poesía. Lo dice el
narrador en algún momento, lo importante es el viaje, como en Homero, y el
viaje es azar, no exactamente casualidad ni coincidencia, que es propio de
quien quiere casarlo todo, sino instinto de belleza, necesidad heroica. La cámara sigue la lógica
real de los poemas, vamos con ella, y de paso nos ahorramos el esfuerzo distanciado
de ir interpretándolo todo, que es lo que cansa un poco en el original. Óscar
Alegría lo resuelve teniendo la película de Man Ray como referente. Ya no
hace falta que nos preocupemos por el significado de las pestañas como
mariposas de las bellas durmientes: nos conformamos con recrearlas, con volver
a vivirlas. (Y con los cerdos, otra escena cumbre, pasa lo mismo). Pero una vez
que nos hemos desembarazado de la onerosa obligación de interpretar podemos
limitarnos al deslumbramiento nítido de las imágenes, a su evidente hondura,
sin hermetismos de ninguna clase. Son reales porque son el marco de Man Ray, así que ya no deben preocuparse de la lógica y la previsión.
No está nada mal que el lenguaje
narrativo de un documental se entregue en brazos de la poesía. Porque en el
fondo es volver a Buñuel, sobre todo cuando dejaba el guión en manos de la
película, pero con el instinto narrativo al que ahora nos tiene Auster
acostumbrados. Por cierto: no estaría nada mal leer La noche del oráculo como complemento a Emak Bakia.
Más de alguno lo
confundirá con un simple método que se basta a sí mismo (que es lo que tantas
veces ha hecho la vanguardia), y ese tirar de un hilo y de cualquiera de sus
flecos se tome como plantilla para contar cualquier
cosa, como si el diseño justificara el contenido, que es lo que suele pasar. No es el caso. El azar solo marca la ruta, pero la variedad y la hondura de sus pequeños poemas
visuales está muy por encima de la simple carpintería. La película hace así honor a su título. Emak bakia, déjame en paz, le dice Óskar Alegría a la tópica industrial del cine contemporáneo, entre otras cosas porque está rodada, oh siglo XXI, con una cámara de fotos y sin ninguna financiación.