Eneida, I, 1-63
[Proemio]
A las armas yo canto y al hombre que primero
alcanzó en su destierro, por orden del destino,
desde Troya hasta Italia y las costas Lavinias,
y arrojado por tierra y por mar muchas penas
arrostró por la fuerza de un alto designio,
la ira rencorosa de la rabiosa Juno;
y en la guerra también padeció muchos males,
hasta que la ciudad fundara y trasladase
al Lacio sus Penates, donde tienen su origen
la estirpe latina y los padres albanos,
y también las murallas de la grandiosa Roma.
Dime, Musa, las causas, qué ley fue quebrantada,
por qué resentimiento la reina de los dioses
tantas calamidades obligó a soportar,
tantos riesgos correr a un hombre afamado
por su piedad divina. ¿Tanta es la crueldad
que albergan en su seno las almas celestiales?
[Juno persigue a los Troyanos]
Hubo desde antiguo una ciudad, Cartago,
de colonos de Tiro, enfrente de Italia
y lejos de las bocas del Tíber, opulenta
y en afanes de guerra la más brava de todas;
entre todas es fama que Juno la escogió
por encima de Samos; allí tuvo sus armas,
allí tuvo su carro; ya entonces pretendía
con esfuerzo y cuidado que fuera este reino,
si los hados quisiesen, señor de las naciones.
Pero había escuchado que de sangre troyana
procedía una estirpe que a su tiempo iba a ser
los baluartes de Tiro capaz de derribar;
de aquí vendría un pueblo, rey de amplios dominios,
soberbio en la guerra, para ruina de Libia.
Así le daban vueltas las Parcas al destino.
La hija de Saturno, temiendo tal presagio,
de una antigua guerra se acordaba, en Troya,
cuando fue la primera en obrar a favor
de sus queridos griegos. No se habían aún
borrado de su mente las causas de la cólera
ni el crudo dolor: profundamente queda
grabado aquel juicio de Paris, el injusto
desprecio a su belleza, el odio a esa raza,
el premio a Ganimedes, mancebo secuestrado.
Por causas como estas aún más encendida,
muy lejos mantenía del Lacio a los troyanos,
arrojados al mar por toda su llanura,
reliquias de los dánaos, del iracundo Aquiles,
y siguieron vagando durante muchos años,
en manos del destino, por todo el ancho mar.
¡Tanto costó fundar el linaje de Roma!
Apenas a la vista la costa de Sicilia,
alegres mar adentro las velas desplegaban,
y espumas de sal surcaba el tajamar,
cuando Juno, que siempre abierta una herida
conserva en su interior, así hablaba consigo:
‘¿Tendré que desistir, vencida en mis proyectos,
y no apartar de Italia al rey de los troyanos?
Los hados me lo impiden. ¿Es que no pudo Palas
quemar la flota argiva y hundirlos en el ponto,
por culpa de uno solo y la loca codicia
de Áyax el Oileo? Ella, desde las nubes,
de Jove lanzó el rayo, desbarató las naves,
encrespó con los vientos la planicie del mar,
pero a él, que de dentro las llamas le salían,
el pecho traspasado, lo arracó en un turbión
y lo clavó en el canto de un peñasco agudo.
¡Y yo, que me presento cual reina de los dioses
y hermana soy de Júpiter y esposa, tantos años
contra un solo pueblo haciendo estoy la guerra!
¿Y ahora quién dará culto al numen de Juno
o le hará rogativas y ofrendas en su altar?’
Atizando así las brasas de su alma
la diosa fue hasta Eolia, la patria de las nubes,
lugares cuajados de furos vendavales.
Allí en un antro enorme el rey Eolo
los vientos aguerridos, las broncas tempestades
con mano firme rige y atados con cadenas
refrena en su prisión. Ellos braman furiosos
y en torno a su encierro retumba la montaña;
Eolo está sentado en su alta fortaleza,
empuñando su cetro, y ablanda los ánimos
y templa los enojos. Que si no lo hiciera,
con el mar y la tierra y el cielo profundo,
rápidos, seguramente, habrían de arramblar
con todos y barrerlos por los aires. En cambio,
el padre omnipotente, del riesgo receloso,
los encerró en negras cavernas y les puso
por encima de ellos la mole de altos montes,
y les dio un rey que, sus órdenes cumpliendo,
supiese atarlos corto, y darles rienda suelta.