Así que esta tarde, mientras llovía, hemos estado viendo El Gatopardo, tres horas de luz melosa,
de caballos alazanes, vestidos de raso y casacas encarnadas, una colección de
cuadros hermosos y encuadres perfectos (Coppola debió de ver esta película lo
menos cincuenta veces), y sí, mucho macchiaioli
en movimiento, pero solo por lo que respecta a las escenas de exterior, de caza
o de guerra, a los mozos que cepillan los caballos y las mammas que dan de comer a las gallinas. Están en esa Sicilia
atoscanada, estampada con pinceladas de colores, aquí el fajín azul de un
militar, allí un mandil rojo encendido, envueltos todos en el polvo cálido, en
un aire ocre donde destacan los colores vivos. No es así, en cambio, en las
escenas de salón, en la hora larga que se cascan bailando valses, entretenida
por el preciosismo de las secuencias, lo suficiente lentas como para que
disfrutemos de un búcaro, de un mueble o de un tapiz, y saquemos a pasear la
mirada por la imagen, antes de que cambie el plano.
Visconti
llegó al baile y cerró el libro de Lampedusa. La historia de amor del sobrino
(Alain Delon) con la fructosa Claudia Cardinale se queda en un resumen
premonitorio, así como la de su propia hija, Conccetta, primer amor de su sobrino, que en la
novela tiene largo recorrido. Pero eso es lo de menos. La película es un
solapamiento de épocas, un poco como les pasó a los Macchiaioli: la revolución
no hizo sino cambiar a los inquilinos de la oligarquía, el rancio abolengo por
los rancios prestamistas. Todas las revoluciones, empezando por las pictóricas,
terminan así: igual que la obra de los Macchiaioli se quedó en tierra de nadie,
abandonada por sus discípulos, embadurnada de ocurrencias, y que los
revolucionarios vanguardistas establecieron un circuito cerrado aún más hermético
que el de los pintores de salón que los manchistas
detestaban, así la revolución garibaldina quedó también en nada, en un asalto
al poder no del pueblo sino de los nuevos ricos. El desprecio del príncipe
hacia Caloggero, padre de la fruta Cardinale, es el desprecio que, de haber
vivido para verlo, habría sentido Abbati por los puntillistas y demás tribus especulativas.
Pero
claramente hay dos películas. Visconti nos da la lección de historia, muy bien
dada, y luego vuelve a sus cosas, al decadentismo y la nostalgia, a su Alain
Delon e incluso a Terence Hill, con esa mirar desconsolado con el que diez años
después rodaría Muerte en Venecia. El
casting es gracioso. Los chicos son muy viscontianos (sobre todo el hijo
pequeño del príncipe) y las mujeres, por regla general, de un tipo de fealdad
muy italiano, boca pequeña, perfil aflechado, mirada negra, beatas abotonadas y
con unos tirabuzones que les sientan como un tiro. Cuando Claudia Cardinale
brota de una puerta, su presencia se convierte en cómica: es guapa, guapísima,
italianísima, pero es exageradamente un fruto comestible, un melocotón de la
huerta que se muerde los labios carnosos y mira con esos ojazos. La ironía de
Visconti es evidente. Esa moza tan fermosa no tiene más profundidad psicológica
que las ganas de emparentar con la nobleza y alejarse del paleto de su padre,
pero su hermosura, su frutalidad la convierte en imagen de una juventud
esplendorosa más que de una mente limitada. Yo creo que todo esto está hecho
adrede, y que Visconti, en el casting, diría cosas como “la quiero un poco más
jamona, por favor”.
Y, con
respecto a Burt Lancaster, creo que Visconti se prohibió a sí mismo contratar a
nadie que se pareciese a él. El príncipe no es, definitivamente, un personaje
más de D’Annunzio. Visconti le quitó todo refinamiento y dejó a un macho culto
que en vez de darse a más exquisitos placeres babea con las sonrosadas magras
de la Cardinale. Con Lancaster puso distancia, pero también, creo, intentó
borrar huellas estéticas. El autor es muy bueno y lo hace muy bien (nunca me
gusta cuando hace de saltimbanqui sonriente, pero en ‘Atlantic city’, por
ejemplo, con Lancaster ya viejo y retorcido, me gustó mucho), aunque mal asunto
es que, en medio de tantísima delicadeza estética, a mitad del baile inacabable,
uno se despiste pensando en qué otro actor habría quedado allí como de molde,
es decir, como de molde viscontiano. En qué otro intérprete habríamos podido
hacer compatible la caza y la religión con la hiperestesia estética que brilla
en cada baldosa del suelo y en cada pared. A qué otro actor correspondían esos
decorados, el suntuoso palacio y los caminos polvorientos, esa mezcla tan
italiana de paroxismo estético y temperamento brutal. Y sí, se le va a uno la
mente a Marlon Brando. A Coppola seguro que le pasó lo mismo.
Pero,
aparte de todo, casi sorprende, ahora, ver una película así. Semejante derroche, y no precisamente económico,
porque estoy seguro de que ahora se despilfarra mucho más, comparativamente,
por cualquier tontada. No, me refiero al derroche de arte, a la buena historia,
al encuadre minucioso, siempre justificado por su propia y autónoma condición
estética, nunca por simples necesidades de montaje; a las grandes escenas
corales, a la belleza extremosa de
cada secuencia, a la dulce borrachera de arte, de historia y de literatura que
uno va cogiendo sin enterarse, tres horas ensobinado en el sofá. Cada época
debería tener un Visconti, alguien que se lance a la gran adaptación literaria de
tema histórico desde presupuestos rigurosamente estéticos, sean de la índole
que fueren. Por eso me acordaba tanto de Coppola. Y de José Luis Garci.