Ya me he hecho (con una rebaja considerable, un poco bajo mano) con el Tratado de rítmica y prosodia y de métrica y versificación que ha publicado, por fin, Agustín García Calvo. Digo por fin porque conservo documentos que atestiguan que hace veinte años ya lo estaba terminando. Era por el tiempo en que a mí me deslumbraba su manera de traducir a los clásicos, su apuesta por reproducir el ritmo de los versos antiguos. Su punto de partida era, y sigue siendo, que al traducir a Homero y a Virgilio al castellano hay que hacerlo conservando el ritmo de sus hexámetros.
Pero, por si fuera poco, García Calvo une a la reproducción del ritmo en latín elementos del ritmo en castellano, es decir, la rima y el número de sílabas, de modo que el verso es un cruce de la melodía dactílica de Lucrecio y las tiradas monorrimas del Cid. Algo tan extremadamente difícil sólo es posible con unos hipérbatos desmadrados de cualquier lógica oral.
Por ejemplo:
Pero, en qué modo aquel de materia conjuntamiento
vino a fundar la tierra, el hondo piélago, el cielo,
los cursos de sol y luna, lo iré por orden poniendo.
Pues cierto que no los principios de cosas adrede y a peto
cada uno en atenta intención se dispuso en orden y puesto,
ni cómo debía mover cada cual pactaron por cierto;
mas, como muchos de muchas maneras de cosa elementos
ya ajetreándose a golpes desde infinito de tiempo
suelen veloces moverse y a fuerza de mismos sus pesos
y en toda manera juntarse y hacer toda clase de tientos
de cuantas cosas puedan hacer uniéndose entre ellos,
por eso sucede que, tras de vagar por el ámbito eterno,
toda manera ensayando de uniones y movimiento,
se juntan al fin aquéllos que, al ir de pronto al encuentro,
vienen a veces a ser de grandes cosas comienzo,
la tierra, el cielo y el mar y de seres vivos el reino.
Esto, a lo largo de 7500 versos, acaba resultando un poco rayante. Y así tradujo también los dieciséis mil y pico de la Ilíada, con el vistoso añadido de sus epítetos: Perséfona Milsuspiros, Furia Pasosneblinos, Eneo Belyeguarizo, Ulises Sabiodetretas, Aquiles Pierraudo, Diomeda Mejillaenflor, y en este plan. Hay que decir que consigue momentos buenos con bastante más frecuencia que en el caso de Lucrecio, y que a veces, sobre todo cuando el verso naturalmente deriva a los cuatro tiempos del romance, es decir, cuando no es tan escrupuloso con el dichoso ritmo dactílico, la cosa navega sin que tenga el lector que remar.
Porque, además, este ritmo (larga–breve–breve / larga–breve–breve / etc.) de escansión cuantitativa admite múltiples posibilidades porque dos sílabas breves equivalen a una larga, de modo que cada uno de los seis pies que tiene un verso, salvo el último, que siempre cuenta con dos sílabas, puede ser del tipo larga breve breve o puede intercambiarse cada uno de sus seis pies rítmicos con la fórmula larga larga. Eso quiere decir que, en latín, un verso puede tener entre 12 y 17 sílabas, licencia que García Calvo tampoco se permite.
Para terminar de complicar las cosas, al ritmo cuantitativo de sílabas largas y breves (algo así como la diferencia en inglés entre sheep y ship) hay que añadir en latín el ictus o acento tonal, que es lo más parecido a nuestro acento. Estos ictus no tenían por qué coincidir con la sílaba larga o con la breve, ni con el principio de un pie ni con el final. Al igual que los pianistas, que llevan una melodía con una mano y otra con la otra, el rapsoda latino pronunciaba el verso con una combinación de acentos y cantidades que eleva las distintas posibilidades a un número, nunca mejor dicho, más que suficiente para no repetirse jamás.
Todo ese entramado musical de los versos de Virgilio García Calvo lo reproduce con uno solo de sus elementos, el acento, y con una sola de las posiblilidades de escansión, acento–no acento–no acento. El resultado, sin embargo, es un idiolecto garciacalvino que se sostiene por sí mismo. Es una obra de García Calvo, tan interesante y desmadrada, tan irregular, tan dulce a veces y tan bronca, tan inextricable y tan castiza, tan retorcida y tan machadiana como todas las obras de García Calvo. Y, por encima de todo, tan genuina, tan original. Nadie haría las cosas que hace García Calvo. Nadie dedicaría una vida a un tratado del que se han publicado sólo 2000 ejemplares y 1500 ya están comprometidos con universidades del mundo entero. Nadie se sometería a la tortura china de traducir la Ilíada entera y verdadera con semejante método. Yo lo empleé durante quinientos versos seguidos de las Geórgicas, hasta que decidí, de una vez por todas, emanciparme de García Calvo.
El Tratado es su obra maestra, su legado filológico, el verdadero acmé, el punto culminante de un señor de ochenta y tantos años que sigue publicando libros a pares (hace nada ha sacado la traducción de un poeta italiano que escribía en un dialecto me parece que meridional) y dando unas charlas los miércoles en el Ateneo de las que yo me desapunté, como dicen los muchachos, cuando mi conciencia de tiempo chocó con mi capacidad de aguante. Desde el punto de vista puramente científico, estrictamente filológico, García Calvo reina en una montaña particular, mucho más vasta, rica y elevada que la del resto. Pero esta sociedad lo trata como Aristófanes pintaba a Sócrates, colgado de una nube, fuera del mundo real, pasado de rosca.
Este apabullante tratado es una prueba colosal de que el mundo privado de García Calvo no merece desprecio porque tampoco admite competencia. Es un ejercicio intelectual tan denso como leer Hegel traducido. Los parágrafo no se leen, se rumian. Además, como el Tratado no sólo parte de las propias teorías sino que se ilustra con los signos convencionales que ha inventado García Calvo para la ocasión, resulta que todos los opacos parágrafos vienen acompañados de unas extrañas partituras jeroglíficas que rematan sabiamente la cuestión. Y el caso es que todo es legible, todo es interpretable y la mayor parte de lo poco que he leído resulta más descriptivo que otra cosa, y por lo tanto todavía más útil.
Lo que pasa es que hay que saber manejarse en el idiolecto de García Calvo. Hace falta haber tenido humor para leerse el Contra el tiempo y haber disfrutado con su edición de los fragmentos de Heráclito. Hace falta haber alucinado en su momento con sus visiones bühlerianas del lenguaje y haberlo visto escarbar en el proceloso mundo de la semántica del ritmo, es decir, de cuántas maneras distintas podemos decir lo mismo queriendo decir algo distinto, uno de esos campos que parecen como planetas que aún no está claro que convenga o no descubrir, que sea o no sea útil investigar. Cuando uno, entonces, tiene ya una familiaridad, digamos, autobiográfica, es como si hubiese aprendido una lengua más, o un modo de leer en algún dialecto exótico.
Este apabullante tratado es una prueba colosal de que el mundo privado de García Calvo no merece desprecio porque tampoco admite competencia. Es un ejercicio intelectual tan denso como leer Hegel traducido. Los parágrafo no se leen, se rumian. Además, como el Tratado no sólo parte de las propias teorías sino que se ilustra con los signos convencionales que ha inventado García Calvo para la ocasión, resulta que todos los opacos parágrafos vienen acompañados de unas extrañas partituras jeroglíficas que rematan sabiamente la cuestión. Y el caso es que todo es legible, todo es interpretable y la mayor parte de lo poco que he leído resulta más descriptivo que otra cosa, y por lo tanto todavía más útil.
Lo que pasa es que hay que saber manejarse en el idiolecto de García Calvo. Hace falta haber tenido humor para leerse el Contra el tiempo y haber disfrutado con su edición de los fragmentos de Heráclito. Hace falta haber alucinado en su momento con sus visiones bühlerianas del lenguaje y haberlo visto escarbar en el proceloso mundo de la semántica del ritmo, es decir, de cuántas maneras distintas podemos decir lo mismo queriendo decir algo distinto, uno de esos campos que parecen como planetas que aún no está claro que convenga o no descubrir, que sea o no sea útil investigar. Cuando uno, entonces, tiene ya una familiaridad, digamos, autobiográfica, es como si hubiese aprendido una lengua más, o un modo de leer en algún dialecto exótico.
Volviendo a la traducción de los versos, estos fragmentos de las Geórgicas que voy colgando son el resultado de esa emancipación de la que hablaba. Se traducen las palabras, pero el ritmo no se deja como estaba, ni como nosotros suponemos que era, ni como podemos imitarlo con dificultad: el ritmo también se traduce. El castellano funciona bien hasta el alejandrino, y si estiras el verso a 16 sílabas la cadencia, siempre que quieras escribir en castellano, no en un idiolecto particular, te conduce inevitablemente al romance, o, más bien, al romance tmético.
Prefiero ahora como modelo el de Mariano Roldán en La Farsalia, con una diferencia meramente porcentual. Está traducida en alejandrinos, y el número de versos de más que requiere la traducción castellana no va más allá del 16%, cuando yo puedo llegar al 30%. A Lucano eso le viene bien, porque Lucano es más barroco y retorcido, más impetuoso, más agresivo, pero Virgilio es tan transparente... De todas formas, el Tratado, que es a lo que íbamos, vale tanto por su parte descriptiva como por la especulativa, y tanto por su oscuridad como por su autosuficiencia estética. Y vale, sobre todo, y más en el caso de su autor, por toda una vida. Por valer, por valer, vale 100 euros.
El ejemplar de muestra de la librería ya estaba la otra tarde un poco sobado. Será de esos libros que siempre estén en su estantería, cada vez más leídos, hasta que ocupen en la librería el mismo puesto que ocuparían en una biblioteca pública. Hay muchos en la Casa del Libro. Son, en cierto modo, los reyes de la librería.